El calvario de perder a un ser querido se aviva en la morgue
Nadie sabe quién fue el último que escuchó su voz, tampoco si alguien lo acompañó cuando sus ojos se cerraron para siempre. Lo que se conoce es que su madre (a quien llamaremos Marlene debido a que prefirió no revelar su identidad) acaba de llegar a la morgue para reconocer a su muchacho.
Las manos del inerte cuerpo cuelgan a ambos lados de una fría camilla mientras la mujer le dice al oído -entre gritos sordos y sollozos- “hice todo para protegerte en la vida”. Marlene se aferra con fuerza al cuerpo de su muchacho, como si tratara de devolverlo a su vientre para que nada le pasare. A un lado de ella, una señora de avanzada edad trata de consolarla y le repite “el cielo es paciente, el cielo sabe esperar”.
Al mismo tiempo, otras mujeres intentan en vano “sujetar” con sus manos las lágrimas que sus ojos ya no pueden contener.
Mientras preparan a su vástago para el examen de rutina (autopsia), la mujer se inclina para sostener una de sus manos y, del otro lado, un hombre desconcertado le toma la otra para evitar que toque el piso.
Luego las dos manos son colocadas juntas, sobre su pecho silencioso. Enseguida, con aspecto casi inerte por el llanto, la fémina retira con ternura la sangre del rostro del joven, como si la figura inmóvil aún tuviera vida.
Marlene aún no comprende que su hijo ya no está, que ya no la escucha. El cuerpo fuerte se volvió ligero, tendido, inmóvil... Y dentro de las cuatro paredes todo sigue igual, cuerpos en camillas que esperan su turno.
Así se viven los momentos eternos en las morgues a espera de que los médicos forenses determinen la causa de las muertes para ofrecer una explicación que consuele.
Más adentro continúan los rostros en paz y figuras silenciosas de piel pálida, que la muerte ha tornado casi transparente.
En cada paso se advierte la cercanía con los restos que deja la muerte en las vidas anónimas, mientras con sigilo se pisa la fría cerámica blanca y se observa -tras el vidrio de una puerta de madera- las mesas de metal convertidas en eternos féretros de aquellos cuerpos que, aunque llegaron al final de su camino, todavía no encuentran su última morada. Tras ese umbral, que separa la conciencia y el sentir, hasta el más fuerte sucumbe porque no es fácil apreciar el dolor.
La morgue se ha convertido en una especie de cementerio provisional; los cuerpos no reconocidos se guardan en frigoríficos durante meses a la espera de algún familiar o amigo que dé con su nombre y relate quién era. Aquellos sin suerte no tienen otra opción que la fosa común. Tras la autopsia, muestras de tejido y sangre son recolectadas para conservarlas en un archivo y ser después estudiadas.
Los cuerpos no reconocidos van al anfiteatro de la Universidad Central del Ecuador, institución que cada seis meses recibe de 6 a 8 cuerpos para estudios e investigación.
Expuestos a todo
Aunque el sol ingresa por las anchas ventanas con gruesos marcos de madera, el frío impera en el interior de la sala. Ahí los cuerpos han pasado por las manos de cientos de estudiantes. La luz choca con la blancura del piso, las paredes y el metal de las camillas, que en la cabecera tienen un lavadero.
En la sala, el olor a formol y podredumbre se impregna hasta la misma piel. No se puede escapar y según avanzan las horas se convierte en un hedor propio que, al final de la vida, terminará siendo de todos.
Un joven sin familia, un mendigo o simplemente una persona declarada como desaparecida pueden estar en esta lista de personajes anónimos que por meses reposarán en esas camillas.
Los cuerpos ahí se descomponen haciendo que el olor por momentos sea intolerable. Finalmente los huesos son cocinados, mientras el resto del cuerpo pasa a un crematorio.
Para suerte de Marlene, el cuerpo de su hijo no pasará por esos “rituales”. Sin levantar la mirada del angosto camino que recorre y con la figura encorvada del dolor, ella da unos pasos más y se sienta a esperar que le devuelvan el cuerpo frágil de su hijo para volver aferrarse a él.
La sangre aún tibia brota por los cortes que el bisturí va dibujando sobre la piel. El líquido rojo se mezcla inmediatamente con el agua y desaparece por el lavadero de metal, en el que solamente queda un pequeño rastro de su paso.
Cuando el formol ha entrado por sus venas y ha llenado su cuerpo, la piel se siente ya fría, las manos están rígidas e, incluso, su estatura parece haber disminuido. Eso ocurre mientras los forenses se desprenden de los mandiles manchados después de horas de trabajo con una fila de cuerpos que a diario llegan.
En ocasiones, la puerta se abre bruscamente y provoca sobresaltos entre quienes están en el interior. Puede ser una madre, un hermano o un amigo que, en su desesperación por ver a su ser querido, no soporta e irrumpe en la sala para confirmar con sus ojos que se trata de quien buscaba.
Cuando Marlene lo tiene nuevamente en sus brazos, el dolor la vuelve a convertir en su presa.
Sin sentido le dice palabras de amor a su pequeño y le pide instrucciones para vivir su ausencia por el resto de la vida.
Le grita que necesita llorar la muerte a solas, pero la debilidad en su cuerpo y corazón no le permiten tener fuerzas para moverse y solamente alcanza a murmurar: “a ti, a quien amo terriblemente”.
Mientras la presencia de la muerte se siente fría en el interior de la morgue, afuera la agonía hace lo suyo con quienes quedan vivos.
Se llevan las manos al pecho tratando de controlar el latir rápido de sus corazones y un leve temblor en la comisura de sus labios dibuja el dolor en los rostros.
Los asientos helados por la noche, se vuelven incómodos, bajo la intemperie, pero ni siquiera el viento congela el dolor.
Si bien el lugar está diseñado para la conservación de los cuerpos, para los vivos no es particularmente benéfico permanecer más de lo necesario ahí.
En más de 20 años son innumerables los cuerpos que han pasado por las manos del médico forense Marco Guerrero, quien desconoce sus historias, pero cuenta su vida a través de ellos.
Poco interés
Este profesor de la Facultad de Medicina comenta que cuando imparte charlas a estudiantes de secundaria acerca de la profesión, la mayoría se interesa en la medicina forense, pero a medida que avanzan sus estudios, se desaniman y optan por otras especialidades que tengan mayores oportunidades de trabajo y de aprendizaje.
En su experiencia, la falta de profundidad en la investigación forense provoca que se desanimen.
María Augusta Hidalgo es una estudiante de la Universidad Central del Ecuador por cuya cabeza se ha cruzado la idea de convertirse en médico forense. Mientras camina apresurada tratando de ponerse los guantes quirúrgicos dice: “me gusta sentir en mis manos ese corazón inerte que palpitó dentro de esos cuerpos”. Sin embargo, cree que las autopsias en el país se volvieron un procedimiento rutinario dentro de homicidios, asesinatos y demás muertes violentas. Por eso, tal vez opte por la pediatría.
Un corredor rodeado de gradas conduce a los congeladores de la universidad, que está inundado de olor a formol.
Una fina mascarilla ayuda a soportar el hedor que se ha impregnado hasta en las paredes.
Los cuerpos de siete hombres y de una mujer reposan en el interior de la amplia habitación con paredes amarillas y vetustas camillas.
Sus pieles se tornaron color café, sus espaldas encorvadas dejan ver algunos tatuajes que, en varias ocasiones, han permitido que sean reconocidos. Meses de búsqueda pueden terminar en un anfiteatro.
Vendas blancas empapadas con glicerina cubren sutilmente los cuerpos para mantener suave la piel. Uno de los cuerpos aún conserva restos de esmalte rojo en las uñas de las manos, pero se desconoce hace cuánto tiempo perdió la vida. Algunas cicatrices también cuentan parte de su historia.
Dos horas pasaron desde que el cuerpo del hijo de Marlene ingresó a la morgue y finalmente es entregado a los brazos de su madre, quien sin resignación e invadida por la incertidumbre, se lo lleva en medio del llanto, al que se suman otros que llegaron por la misma causa.
Al final del día, el infernal sonido de dolor que emana de las entrañas de los vivos, inquieta a quienes lo escucharon.