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El Telégrafo
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El calvario de perder a un ser querido se aviva en la morgue

El calvario de perder a un ser querido se aviva en la morgue
14 de octubre de 2012 - 00:00

Nadie sabe  quién fue el último que  escuchó su voz,   tampoco si alguien lo acompañó cuando  sus  ojos se cerraron  para siempre. Lo que se conoce es que su madre (a quien llamaremos Marlene  debido a que  prefirió no revelar su identidad)    acaba de llegar a la morgue para reconocer  a su muchacho.        

Las  manos del inerte cuerpo    cuelgan a ambos lados de una fría camilla mientras la mujer   le dice  al oído -entre gritos sordos y sollozos-  “hice todo para protegerte en la vida”. Marlene     se aferra con fuerza al cuerpo de su  muchacho,  como si tratara de devolverlo a su vientre para que nada le pasare. A un lado de ella,   una señora  de avanzada edad  trata  de consolarla y  le  repite “el cielo es paciente, el cielo sabe esperar”. 

Al mismo tiempo, otras mujeres  intentan en vano “sujetar” con sus manos las lágrimas que sus ojos ya no pueden contener.   

Mientras    preparan a su vástago para el examen de rutina (autopsia),   la mujer  se inclina para  sostener  una de sus   manos y,  del otro lado,     un  hombre desconcertado  le toma la otra para evitar que toque  el piso.

Luego las dos manos  son colocadas   juntas, sobre su  pecho silencioso. Enseguida,  con aspecto casi inerte por el  llanto, la fémina  retira con ternura    la sangre del rostro del joven, como si la figura inmóvil aún tuviera vida.

Marlene aún no comprende que su hijo ya no está,  que ya no la escucha. El cuerpo fuerte se volvió ligero,  tendido,   inmóvil... Y dentro de las cuatro paredes todo sigue  igual, cuerpos  en camillas que esperan su turno.  

Así se viven los momentos eternos   en  las morgues a espera de que  los médicos forenses determinen la causa de  las muertes para  ofrecer  una explicación que consuele.

Más adentro continúan los rostros en paz y figuras silenciosas de piel pálida, que  la muerte ha  tornado casi transparente.

En cada paso se advierte la cercanía con los restos que deja la muerte en las vidas anónimas, mientras  con sigilo se pisa la fría cerámica blanca y se observa -tras el vidrio de una puerta de madera-  las mesas de metal convertidas en eternos féretros de aquellos cuerpos que, aunque llegaron al final de su camino, todavía no encuentran su última morada. Tras  ese umbral, que separa la conciencia y el sentir,    hasta el  más fuerte   sucumbe porque no es fácil apreciar  el  dolor.

La morgue se ha convertido en  una especie de cementerio provisional;  los cuerpos no reconocidos se guardan  en frigoríficos durante meses  a la espera de   algún   familiar o amigo  que dé con   su nombre y relate quién era. Aquellos sin suerte no tienen otra opción que la fosa común. Tras la  autopsia, muestras de tejido y sangre son recolectadas para conservarlas  en un archivo y ser después estudiadas.

Los cuerpos no  reconocidos  van  al anfiteatro de la Universidad Central del Ecuador, institución que cada seis meses recibe de 6 a 8 cuerpos para estudios e investigación.

Expuestos a todo

Aunque el sol ingresa por las anchas ventanas con gruesos marcos de madera,  el frío impera en el interior  de la sala.  Ahí los cuerpos  han pasado  por las manos de cientos de estudiantes.  La luz choca con la blancura del piso, las paredes y el metal de las camillas, que en la cabecera tienen un lavadero.  

En la sala, el olor a formol y  podredumbre se  impregna hasta la misma piel.  No se puede escapar y según avanzan las  horas se convierte en un hedor propio que, al final de la vida, terminará siendo de todos.

Un joven sin familia, un mendigo o simplemente una persona declarada como  desaparecida pueden estar en esta lista de personajes anónimos que por meses reposarán en esas camillas.     

Los  cuerpos ahí  se descomponen haciendo que el olor por momentos sea intolerable. Finalmente los huesos son cocinados,  mientras el resto del cuerpo pasa  a un crematorio.
Para suerte de Marlene, el cuerpo de su hijo no pasará por esos “rituales”. Sin levantar la mirada del angosto camino que recorre  y con  la figura encorvada del dolor, ella  da unos pasos más y se sienta a esperar  que le devuelvan el cuerpo frágil de su  hijo para volver aferrarse a él. 

La sangre aún tibia brota por los cortes que el bisturí va dibujando sobre la piel. El líquido rojo se mezcla inmediatamente con el agua y desaparece por el lavadero de metal, en el que solamente queda  un pequeño rastro de su paso. 

Cuando el formol ha entrado por sus venas y ha llenado su cuerpo, la piel se siente  ya fría, las manos están  rígidas e, incluso, su estatura parece haber disminuido. Eso ocurre  mientras los forenses se desprenden de los mandiles manchados después de horas de  trabajo  con una fila de  cuerpos que a diario   llegan.

En ocasiones, la puerta  se abre bruscamente y provoca sobresaltos entre  quienes están en el  interior. Puede ser una madre, un hermano o  un amigo que, en su desesperación por ver  a su ser querido, no soporta e irrumpe en la sala para confirmar con sus ojos que se trata de quien buscaba. 

Cuando Marlene lo tiene nuevamente en sus brazos, el dolor la vuelve a convertir en su  presa.
Sin sentido le dice palabras de amor a su pequeño y le pide instrucciones para vivir  su ausencia por el resto de la vida.  

Le grita que necesita llorar la muerte a solas, pero la debilidad en su cuerpo y  corazón no le permiten tener fuerzas para moverse y solamente alcanza a  murmurar: “a   ti,  a quien amo terriblemente”. 
Mientras la presencia de la muerte se siente fría en el interior de la morgue, afuera la agonía hace lo suyo con quienes  quedan vivos. 

Se llevan las manos al pecho tratando de controlar el latir rápido de sus corazones y un leve temblor en la comisura de sus labios dibuja  el dolor en los rostros.

Los   asientos helados por la noche, se vuelven incómodos, bajo la   intemperie, pero ni siquiera  el viento    congela el dolor.

Si bien el lugar está diseñado para la conservación de los cuerpos, para los vivos no es particularmente benéfico permanecer más de lo necesario ahí.

En más de 20 años son innumerables  los cuerpos que han pasado por las manos del médico forense  Marco Guerrero, quien desconoce sus historias,  pero cuenta  su vida a través de ellos.

Poco interés

Este  profesor  de la Facultad de Medicina comenta  que cuando  imparte   charlas a estudiantes de secundaria  acerca de la profesión, la mayoría se interesa en  la medicina  forense, pero a medida que avanzan sus  estudios, se desaniman  y optan por otras especialidades que tengan mayores oportunidades de trabajo y   de aprendizaje.
En su experiencia, la falta de profundidad en la investigación forense provoca que  se desanimen. 

María Augusta Hidalgo es una  estudiante de la  Universidad Central del Ecuador   por cuya cabeza se ha cruzado la idea  de convertirse en médico forense. Mientras   camina apresurada tratando de ponerse los guantes quirúrgicos dice:  “me gusta sentir en mis manos  ese corazón inerte que palpitó dentro de esos cuerpos”.  Sin embargo, cree que  las autopsias en el país se  volvieron un procedimiento rutinario dentro de homicidios, asesinatos y demás muertes violentas. Por eso,  tal vez opte por la pediatría. 

Un corredor rodeado de gradas  conduce a los congeladores de la universidad, que está inundado de olor a formol.  
Una fina mascarilla ayuda a soportar el hedor que se ha   impregnado hasta en las paredes.  
Los  cuerpos de  siete hombres y de una mujer    reposan en el interior de la amplia habitación con paredes amarillas  y  vetustas camillas.

Sus pieles se tornaron color café, sus espaldas encorvadas dejan ver algunos tatuajes que, en varias ocasiones, han permitido que sean   reconocidos. Meses de búsqueda pueden terminar en un anfiteatro.  
Vendas blancas empapadas con   glicerina cubren sutilmente  los cuerpos  para  mantener suave la piel. Uno de los cuerpos  aún conserva restos de esmalte rojo en las uñas de las manos, pero se desconoce  hace cuánto tiempo perdió la vida. Algunas cicatrices también  cuentan parte de su historia. 

Dos horas pasaron desde que  el cuerpo del hijo de Marlene ingresó a la morgue  y  finalmente es entregado  a los brazos de su madre, quien sin resignación e invadida por la incertidumbre, se lo lleva  en medio del  llanto, al que se suman otros que   llegaron  por la misma causa.  
Al final del día, el infernal sonido de dolor que emana de las entrañas  de los vivos, inquieta  a quienes lo escucharon.

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