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El Telégrafo
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Afuera de la cárcel, otros ‘presos’ pagan culpas ajenas

→El negocio de alquiler de ropa —que está colgada de armadores para que los visitantes puedan elegir la prenda que mejor les convenga— se ayuda con la venta de otros insumos que tienen buena aceptación entre los que frecuentan el lugar.
→El negocio de alquiler de ropa —que está colgada de armadores para que los visitantes puedan elegir la prenda que mejor les convenga— se ayuda con la venta de otros insumos que tienen buena aceptación entre los que frecuentan el lugar.
Lilibeth Coloma / et
26 de noviembre de 2017 - 00:00 - Edward Lara Ponce

En la explanada exterior de la Penitenciaría del Litoral hay personas que pagan condenas que no les pertenecen. Las horas de espera, el polvo y el inclemente sol guayaquileño actúan como látigos que laceran sus espaldas.

El sitio lleva ahí más de 60 años. Aquí el comercio florece, así como lo hacen las historias de superación, resignación o los desgarros emocionales.

Los años en que el hacinamiento carcelario era la norma y que poco importaba al resto de la sociedad, salvo —claro está- a los medios que solo hacen noticias con el dolor humano, han quedado atrás. Las peripecias de madres, hijas, hermanas, esposas y hasta una que otra amante embarazada siguen intactas.

Recién son las 10:00 y para Georgina Barzola ya han pasado más de 5 horas de trabajo en su local, junto al centro de rehabilitación. Ella alquila ropa, guarda carteras, celulares, zapatos, cinturones y otros objetos de las personas que visitan a sus seres queridos dentro de la ‘peni’ y no los pueden ingresar.

Georgina sale de su casa de Lomas de Sargentillo todos los días a las 03:00. Viene a Guayaquil en el bus intercantonal Pedro Carbo. A las 04:30 llega a la ‘peni’ si la suerte le  acompaña y el vehículo no se daña o accidenta. A las 05:00 ya está lista en su puesto de trabajo.

En el lugar una sábana descolorida, muy fina, casi transparente, que se contonea con el soplido del viento, funciona como biombo para separar su local de otros 14 módulos. Al frente del recinto, otra docena de negocios buscan también sobrevivir centavo a centavo.

Paciente y cuidadosa, Georgina sostiene el cambio de ropa y la cartera con varias pertenencias  (celular, maquillaje, peine, toalla sanitaria) de una clienta. Con atención cuenta las monedas de $ 0,10 y $ 0,05  que completan los $ 2 por el bodegaje y el alquiler de un jean desteñido y arrugado.

El espacio tras la cortina es diminuto, cabe apenas una persona y es común que los cuerpos desnudos se expongan a los presentes o a los ‘mirones’.

Los 15 locales del sitio fueron construidos en 2010 por el Gobierno Nacional y readecuados por sus ‘dueños’ en 2013. Estos espacios son seguros, nunca han sido asaltados ni siquiera después de las 19:00, cuando termina la jornada.

Georgina Barzola conoce el dolor del preso en carne propia. Estuvo encarcelada —acusada de la muerte de su hijo— y en esos meses perdió la silueta de modelo que tanto admiraba en las revistas, como ella misma cuenta. Desde entonces se arriesga temerariamente al abismo de la obesidad.

La mujer tiene 29 años, de los cuales 21 lleva involucrada en la informalidad comercial en las cercanías del recinto penitenciario. De jovencita, junto a su progenitor, vendía mangos en el interior de la cárcel.

Georgina sostiene que el tiempo y la ley de los hombres la han exonerado de la culpa imputada, pero la experiencia detrás de las rejas la cambió  para siempre. Bromea y ríe con sus amigas y compañeras de trabajo de forma contagiosa.

El jolgorio de Yoryi, como la llaman sus amigas, y de su grupo termina de forma abrupta... Alguien insinúa la idea de darse por vencida y parar la ayuda que da a un prisionero. A Yoryi las lágrimas le ruedan sin control por las mejillas, mueve la cabeza, mira al cielo, une sus manos y exclama entre sollozos: “Ñañita no hagas eso, ayúdalo, estar encerrado es horrible, la soledad es la peor de las consejeras”. Es una motivadora y consejera innata.

Las sombras del desempleo y el abandono persiguen a los del ‘mercadillo penitenciario’. Un rumor crece entre ellos, un desalojo inminente se acerca al sitio en el que han permanecido -algunos- por décadas.

Yoryi se acongoja en extremo con la sola idea de que eso sea cierto. Sueña también con un milagro lejos de la penitenciaria: ayudar a su ‘hermano de Cristo’, Eduardo Caicedo, quien —cuenta— vive en una situación precaria junto a sus seis hijos y esposa.

A poca distancia de Yoryi, Karla Peredo espera sentada sobre un banco plástico rojo la hora de ingresar a ver al padre de sus dos hijos y gran amor de su vida.

La mujer de 20 años reniega de la suerte que le toca vivir afuera del centro de rehabilitación, pero se consuela con las promesas de cambio y abnegación familiar que su amado le hace cada miércoles.

Mientras embellece sus labios y pestañas, Karla confía en que las ‘mañas’ de su visitado no se repitan, aunque amargamente lamenta también la suerte de su esposo, quien —según ella— en la primera captura fue engañado por la Policía y acusado de asociación ilícita.

“Trabajaba, pero sus hermanos robaban y por estar en casa durante la detención, pagó por las acciones de otros. En la segunda detención las malas amistades lo llevaron a delinquir, por eso está preso. Él es el único culpable de todo esto”, reprocha.

La charla le sirvió a Karla de desahogo... Ella lidera la conversación de un grupo de cuatro mujeres. Rápido la conversación se convierte en un monólogo, denotando dominio verbal como la buena vendedora automotriz que es desde hace cuatro años.

El amor y la confianza en Dios es la constante entre los reos, quienes prometen enmendar sus pasos a cambio de una nueva oportunidad, reflexiona la joven.

A pesar de su corta edad, reconoce que el ingreso al centro penitenciario es más ordenado y planificado que antes. Han quedado casi en el olvido el ‘toqueteo’ en las revisiones manuales, los insultos, los empujones, los golpes y hasta los robos en las largas filas que se hacían para ingresar al centro de detención.

Una gota de sudor recorre el cuello de Karla, mientras la brisa ‘refresca’, pero llena de polvo el ambiente soleado.

Mira el reloj y nota que lleva dos horas esperando para ver a su marido. Es día de la visita conyugal. Su cuerpo tiembla de la emoción, confiesa. “Es como si se tratara de una cita a escondidas”, dice entre risas.

Al sitio llegan personas de varias provincias y para aprovechar el tiempo y alejarse de los problemas de las multitudes, pernoctan en los exteriores del centro, aunque esto no es necesario, porque también están ahí los que cuidan y venden puestos por $ 5.

Karla mide casi 1,60 cm y es  delgada. Tiene ojos negros y piel trigueña. Se queja de quienes hacen negocio con los turnos, pues sostiene que se trata de una mala práctica, pero no juzga, entiende que es una forma de ganar dinero en ese ambiente en el que las necesidades son notorias. “Aquí poco se hace por solucionar los problemas de quienes luchan por un pedazo de pan”.

El sacrificio de Karla va más allá de esperar a su marido cada miércoles para la visita conyugal o llevarle insumos como jabón y shampoo. Ella lo tiene todo arreglado para que apenas quede libre, tome un purgante, le suministren un suero con vitaminas y tras “unas dos semanas de atenciones” gastronómicas en casa pueda ir al trabajo que le consiguió con un amigo de su actual empleador.

Karla compra dos toallitas húmedas en $ 0,10 cada una y se despide de sus ‘amigas’ con una sonrisa. Llegó la hora de entrar a ver a su amado.

Entre las amigas que hablaban con Karla está Diana Torres (nombre protegido), quien también va por un encuentro con su esposo. A él lo visita desde hace tres años.

Diana reside en una de las tantas cooperativas de la Entrada de la 8, que no está lejos de la penitenciaría. En pocos meses su compañero de luchas saldrá en la libertad.

Es buena para contar historias de las tantas que ha visto en estos tres años. Recuerda que en una ocasión un reo recibió la visita de su esposa y de la ‘otra’ al mismo tiempo. A la segunda le advirtieron del problema que se podría generar, “pero el amor la había enceguecido”. El resultado fue una pelea en la que “hasta la suegra del preso llevó su parte”.

Diana compra lo estrictamente necesario en el ‘mercadillo’, donde es posible encontrar comida preparada, frutas, ropa, caramelos, insumos higiénicos y recargas para teléfonos celulares.

Está cansada, le ha tocado ser padre y madre para sus hijos a quienes nunca se le ha ocurrido llevar a ese sitio. “Yo ya le advertí a mi marido que cambia o cambia, porque no tengo más fuerza”.

Diana es la más recelosa de las visitas de los miércoles, reconoce Georgina, quien conoce a todas las mujeres que van al pabellón Atenuado Alto.

“La cárcel no es solo para los presos sino también para sus seres amados”, sentencia Georgina, quien ve todos los días cómo las madres, hermanas y esposas sufren las condenas desde afuera de las rejas. (I)  

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