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El Telégrafo
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52 vidas segadas por ‘La Bestia de Zhytomyr’

52 vidas segadas por ‘La Bestia de Zhytomyr’
07 de febrero de 2014 - 00:00

“Soy el mejor asesino del mundo”, así se catalogó Anatoly Onoprienko durante su juzgamiento celebrado en 1998 y mediante el cual se  lo condenó a cadena perpetua por matar a 52 personas entre 1989 y 1996. El ucraniano Onoprienko, conocido como ‘La Bestia de  Zhytomyr’, falleció en prisión el pasado 27 de agosto a consecuencia de un ataque al corazón. Tenía 54 años.   

Los hechos se produjeron entre octubre de 1995 y marzo de 1996. En aquellos seis meses, la región de Zhytomyr, una de las ciudades más antiguas de Ucrania, vivió aterrorizada por una serie de 43 asesinatos que Onoprienko había  sembrado.

En la Nochebuena de 1995 se produjo el ataque a la aislada vivienda de la familia Zaichenko. El padre, la madre y dos niños muertos y la casa incendiada para no dejar huellas fue el precio de un absurdo botín formado por un par de anillos, un crucifijo de oro con cadena y dos pares de pendientes.

Seis días después, la escena se repetía con otra familia de cuatro miembros. Víctimas de Onoprienko aparecieron también durante aquellos seis meses en las regiones de Odesa, Lvov y Dniepropetrovsk.

ASESINOS, CUANDO MATAR SE CONVIRTIÓ EN PLACER

Un asesino en serie es alguien que quita la vida  a tres o más personas y cuya motivación se basa en la satisfacción psicológica que obtiene con el acto cometido.
Estos criminales responden a una serie de impulsos psicológicos, especialmente por ansias de poder y compulsión sexual.
Estas matanzas incitaron a la segunda investigación delictiva más grande y complicada en la historia ucraniana, puesto que la primera había sido la de su compatriota Andrei Chikatilo, ‘El Carnicero de Rostov’, otro psicópata ucraniano que mató a 53 personas durante la década del 80 y que fue ejecutado en 1994. Pero los dos asesinos solo tenían en común su origen y el número de víctimas mortales.

El móvil de Chikatilo era sexual, violaba, desmembraba y, en ocasiones, devoraba partes de sus víctimas, por lo general niños y niñas.

El Gobierno ucraniano envió una buena parte de la Guardia Nacional con la misión de velar por la seguridad de los ciudadanos y, como si el despliegue de una división militar entera para combatir a un solo asesino no fuera bastante, más de 2.000 investigadores de las policías federal y local. Los agentes empezaron a buscar a un personaje itinerante y elaboraron una lista en la que figuraba un hombre que viajaba frecuentemente por el sudoeste de Ucrania para visitar a su novia.

Con la Policía tras su pista, Onoprienko puso tierra de por medio en 1989 y abandonó el país ilegalmente para recorrer Austria, Francia, Grecia y Alemania, en donde estaría seis meses arrestado por robo y luego sería expulsado.

De regreso a Ucrania sumó otros 9 a los 43 asesinatos, y poco después, ante las pruebas encontradas por los agentes en los apartamentos de su novia y su hermano (una pistola robada y 122 objetos pertenecientes a las víctimas), hallaron una razón para arrestarlo.

Su modus operandi solía ser siempre el mismo: asaltaba una casa medianamente aislada, reunía a los residentes en una misma habitación, mataba a tiros a los hombres y utilizaba cuchillos y hachas para acabar con las mujeres y niños. Para rematar su faena, a veces prendía fuego a la casa para que no quedase rastro de su presencia. Todo un ritual del horror para conseguir un botín consistente en algo de dinero  y unos pocos objetos de valor.

Cuando la Policía, durante un operativo de búsqueda y captura, le pidió los documentos en la puerta de su casa, Onoprienko no les quiso facilitar la tarea, e hizo un esfuerzo vano por conseguir un arma y defenderse.

El juicio fue todo un acontecimiento en Ucrania, donde sus habitantes exigían
la pena capital.


En solo 6 meses, de octubre de 1995 a marzo de 1996, mató a 43 personas y cometió varios robos.
Cuando los policías por fin lo detuvieron, Onoprienko se sentó silenciosamente cruzando los brazos y les dijo sonriendo: “Yo hablaré con un general, pero no con ustedes”. Aun así, no le quedó más remedio que confesar sus crímenes y dejar que aquellos lo arrestaran.

“Era muy sencillo matar a esas personas, los veía de la misma forma en que una bestia contempla a los corderos”, consta en su declaración ante el juez. En esa versión aparecerían otras 9 muertes perpetradas a partir de 1989 en compañía de un cómplice, Sergei Rogozin, (quien también comparecería en el juicio).

Después de confesar en una declaración escueta entregada a la prensa por su abogado defensor antes de la apertura del juicio, Onoprienko respondió dócilmente a las preguntas del juez; donde reconoció haber asesinado a sangre fría a 42 adultos y 10 niños, entre 1989 y 1996.

Onoprienko era de estatura media, aspecto de deportista, racional, educado, elocuente, dotado de una excelente memoria y desprovisto de piedad. Soltero, padre de un niño, reconoció haber tenido una infancia   difícil: su madre había muerto cuando él tenía 4 años, y su padre y su hermano mayor lo habían abandonado en un orfanato.

De adulto, para ganarse la vida, se había embarcado como marino y había sido bombero en la ciudad de Dneprorudnoye. Luego había emigrado al extranjero para trabajar de obrero, aunque confesó que su fuente primaria de ingreso era criminal: los robos y asaltos.

El peritaje médico lo calificó perfectamente cuerdo, que podía y debía asumir las consecuencias de sus actos. Él mismo se definió como un “ladrón” que mataba para robar: “Mataba para eliminar a todos los testigos de mis robos”, indicó.

Por ese motivo pudo haber sido  condenado a la pena capital por crímenes premeditados con circunstancias agravantes. El presidente ucraniano en ese entonces, Leonid Kuchma, dijo que daría explicaciones al Consejo de Europa para violar en este caso la moratoria de ejecución de la pena de muerte que su país mantiene desde marzo de 1997. Gracias al convenio con el Consejo de Europa, 81 penas de muerte dictadas en Ucrania no se han ejecutado.

La declaración del presidente Kuchma anunciaba que se iba a hacer una excepción con Onoprienko. Sin embargo, esto no se dio. En el juicio, que fue uno de los más complejos y costosos de la historia de la justicia ucraniana (más de 400 testigos y centenares de especialistas pasaron por el estrado), se lo declaró culpable pero la pena de muerte le fue conmutada por cadena perpetua.

Durante las audiencias de juzgamiento, el acusado vertió todo un surtido de argumentos delirantes: “Soy el diablo”, “Estaba contratado por los servicios secretos”.

En un momento determinado de la investigación, el acusado afirmó que oía una serie de voces en su cabeza de unos “dioses extraterrestres” que lo habían escogido por considerarlo “de nivel superior” y le habían ordenado llevar a cabo los crímenes. También, aseguró que poseía poderes hipnóticos y que podía comunicarse con los animales a través de la telepatía, además de poder detener el corazón con la mente a través de unos ejercicios de yoga.

Sus declaraciones sembraron la duda sobre si estaba loco o se  hacía, pero las valoraciones psiquiátricas previas dispuestas por la Fiscalía lo habían declarado totalmente cuerdo y se estimaba que sabía perfectamente lo que hacía.

Onoprienko, que en todo momento se mostró imperturbable y nunca mostró arrepentimiento, reflejó frustración por la pena impuesta, ya que uno de sus últimos deseos era que lo ejecuten en público. “Que me ejecuten en la plaza pública, será mi obra final”, sentenció.

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