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La inseguridad, el temor de los comerciantes en La Marín

La inseguridad, el temor de los comerciantes en La Marín
El Telégrafo/Lautaro Andrade
20 de julio de 2020 - 23:44 - Lautaro Andrade

Un joven con saco de lana, mascarilla y lentes bajaba por la calle Olmedo, en el Centro de Quito. Iba distraído, con una mano en el bolsillo y en la otra su celular. La calle desembocaba en un callejón bajo el puente de la Avenida Pichincha. Ahí, disimulado, lo esperaba un hombre, sin que el joven lo supiera. Era flaco, de baja estatura, vestido con un chaleco anaranjado y temblaba al caminar. Saltó sorpresivamente a las espaldas del joven. Este alcanzó a dar un brinco.  El hombrecillo lo siguió unos pasos y se detuvo, al percatarse de tres extraños que vigilaban sus movimientos. Dejó ir al joven y entre balbuceos, continuó a la espera de otro distraído.

La Marín es una zona de Quito conocida entre sus habitantes por el constante comercio diario, formal e informal, donde se encuentra de todo. Ropa, celulares, comida, variedades y hasta delincuentes. Según los moradores, desde que las actividades económicas se reactivaron, tras el confinamiento por el coronavirus, la inseguridad se disparó.

Jaime Serrano trabaja como plomero en el denominado Centro Comercial San Martín, un conjunto de cuatro locales bajo el puente de la Avenida Pichincha. Su lugar de trabajo es pequeño, repleto de herramientas y repuestos, al interior de uno de los pasillos abarrotados de mochilas.

“La gente ya no viene por la delincuencia”, comenta Serrano, un hombre de pelo gris y tez morena. Confiesa que ladrones siempre hubo por el sector, pero no tanto como percibe en la actualidad. Antes laboraba con tranquilidad, ahora no.

Sentados en sillas colocadas en la vereda, Serrano y sus colegas conversan mientras observan pasar a personas que ya tienen identificadas como ‘amigos de lo ajeno’. “Uno no puede hacer nada. Automáticamente toca estar callado, hacerse el que no ve, no mira”, sentencia. Su mayor miedo son las represalias.

Mientras Serrano comenta ante una cámara su opinión de la inseguridad, un hombre joven, flaco y con camisa corta grita a su lado, se hace notar. El comerciante se despide de su entrevistador y le sugiere tener cuidado. “Ya los tienen vistos, váyanse pronto”, aconseja.

Esta situación de inseguridad no es ajena para las caseras del Mercado Mayorista, mujeres de varias edades que venden almuerzos, jugos y otros alimentos. Están hastiadas de la delincuencia. A los vendedores ambulantes, ubicados en las calles aledañas al mercado, los responsabilizan de ser una “tapadera” de ladrones.

Paulina Lema trabaja todo el día en un puesto de corvinas para llevar el pan a su mesa. Llegada la tarde prefiere llamar un taxi que la recoja en la puerta del mercado. Caminar por las desoladas aceras de La Marín en busca de un bus es un riesgo que prefiere no tomar.

Los ‘arranchadores’ operan a cualquier hora del día, ni siquiera esperan a la noche. No hay diferencia entre las 11:00 o las 15:00. Con luz o sombra, atacan. Si un transeúnte es ajeno al barrio y camina sin precaución, lo más seguro es que convertirá en víctima, relatan.

En la calle Don Bosco hay un señor que en las mañanas ofrece desayunos para las personas sin hogar. Su acto benéfico es una forma de ayuda para los afectados económicamente por la emergencia sanitaria.

Lastimosamente, su labor social queda empañada por lo que ocurre horas después, según narran los vecinos. Algunos que desayunan en la mañana son los mismos que roban en la tarde.

“Soy abanderada y ladrona”, grita en plena avenida, una joven que no superará los 25 años. Insulta a un policía que la detuvo por no portar mascarilla y que le endilgó su falta de educación. No fue acusada de robar ni un centavo, pero sola y por voluntad propia, lo expresó.

La Policía Nacional es consciente de lo que ocurre en la zona. El jefe de control del Distrito Manuela Cañizares, mayor Esteban Arroyo, revela que el asunto económico a causa de la pandemia ha golpeado a varias familias. Si bien no justifica la delincuencia, siente que es una problemática derivada de la falta de recursos.

Alrededor de 350 efectivos de la Policía custodian el Centro Histórico de Quito para proteger a los ciudadanos. Arroyo menciona que periódicamente se efectúan operativos para “mermar la parte delictiva” del sector. En patrullajes que realizan por la zona verifican que los habitantes de la calle no estén armados, posean más droga de la que permite la ley o transiten sin mascarilla.

Los comerciantes que cada día llegan a sus lugares de trabajo para conseguir un sustento, se esfuerzan y combaten contra la delincuencia y el covid-19; dos enemigos invisibles. Saben que están ahí, y solo se los ve cuando dan el golpe.

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