Punto de vista
¿Cómo controlar el poder (ir) real de las togas?
¿Qué le queda a la sociedad cuando sus jueces (zas) pintan sus fallos con los colores de algún partido? El ideal democrático y sus concepciones republicanas siempre han cuestionado la posibilidad de que un poder contramayoritario decida los aspectos más relevantes de una comunidad y lo haga desatendiendo los eventuales espacios para la intervención y coparticipación social en tales decisiones.
Una seña muy particular que exigía el neoconstitucionalismo es el desplazamiento protagónico del papel institucional del legislador en el funcionamiento de la democracia y el Estado al papel que asumen los jueces para defender una moral garantista que ha sido constitucionalizada. Ello supone que todos los conflictos puedan ser constitucionalizados con la finalidad de reducir el margen de influencia partidista o gremial que pueda presentarse al momento de resolver las controversias. Los más disímiles aspectos de las políticas públicas y los aspectos más diversos de interés común ahora pasan por manos de los jueces constitucionales. Lo que en su momento fue la búsqueda del paradigma del gobierno de las leyes para superar al de los hombres, parecería que el nuevo imaginario residiría en producir el gobierno de los jueces.
Esa moral democratizadora que ha sido constitucionalizada mediante un orden de valores y principios también enfrenta a los jueces a mayores niveles de incertidumbre y discrecionalidad, a diferencia de un esquema positivista donde predomina el imperio de la regla por sobre ese orden axiológico. Por esta razón, es imprescindible reforzar los autocontroles, las limitaciones externas, los controles políticos y sus responsabilidades hacia los jueces, todo lo cual debe existir en un esquema estatal progresivo para evitar que aquellos fenómenos deficitarios de nuestras democracias como la politización de la justicia (constitucional) y la judicialización de la política sigan reproduciéndose. ¿A quién rinden cuentas los máximos examinadores en materia constitucional?
Y es que no está en cuestionamiento que los jueces (zas) tengan su ideología, lo cual incluso debe ser exigible para que sus fallos respondan, en un modelo como el nuestro, a argumentaciones valorativas de la justicia y los derechos de la sociedad; la exigencia está en que los operadores de la justicia constitucional defiendan justamente los principios de la democracia, lo cual generalmente implicaría suscitar permanentes disgustos al poder, incomodarlo, ponerlo en evidencia, expurgar sus reales pretensiones, y esto por una simple razón: el poder democrático debe siempre volver a la sociedad, no enquistarse en el Estado.
Es oportuno discutir cuáles podrían ser las garantías con que cuenta la ciudadanía para demandar mayor independencia de los operadores de justicia constitucional. Al igual que contamos con algunas garantías para la tutela en derechos, es imprescindible crear garantías potentes para asegurar la autonomía de jueces (zas) que no se reduzcan a las instancias procesales de recusación en casos específicos. La necesidad de una garantía innovadora debería estar orientada a precautelar dos aspectos esenciales como (i) la libertad de criterios para discutir y decidir de manera pública y transparente, y (ii) la autonomía para resolver sin fricciones frente a las demás funciones del Estado.
También es propicia una reforma constitucional para un rediseño equilibrado de redistribución del poder, donde la conformación del máximo órgano constitucional responda a mecanismos que aseguren los pesos y contrapesos institucionales, incluso creando variantes específicas que aseguren la autonomía frente a la fuerza política en cada período gubernativo.
¿Será que la historia de nuestro constitucionalismo es aquella en que las togas han sido vencidas por el capital simbólico del poder y sus intersticios expansivos?