Urcuquí, tierra olvidada resurge con la Yachay
De piel negra, cabello blanco, ojos pequeños, vestida con una falda y blusa desteñidas por el tiempo, muestra sus manos -de dedos grandes- resecas por el sol, como huellas del arduo trabajo de más de 40 años. María Edelfilia Anangonó, ahora de 63 años, a paso lento camina por la tierra que la vio crecer y la verá morir, como dice ella.
Conoce de memoria cada rincón que pisa. Mira con tristeza y nostalgia los árboles, que en su tiempo brindaron sombra a cientos de trabajadores que con sus manos hicieron crecer una tierra ajena. Ahora solo quedan ramas secas que se desvanecen con el resoplar del viento. Mientras recorre lo que fue su hogar, recoge en sus manos la yerba que hace tiempo perdió su color. La tierra que resbala entre sus dedos es la misma que la de su infancia, pero ahora luce seca.
Mientras sacude su delantal amarillo, que ha llevado puesto la mayor parte de su vida, cuenta que Manuel Jijón -el primer dueño de la hacienda San José, la más grande del cantón Urcuquí (Imbabura)- construyó una escuela que enseñaba hasta cuarto grado de básica; a partir de ahí todos debían buscar trabajo. Cuando ella cumplió 27 años no tuvo más opción que trabajar en la hacienda.
Como salida de una novela colonial, la imponente casa tiene más de 30 habitaciones, 20 baños, caballerizas, salones y una capilla en la que aún hay una botella con vino que no alcanzaron a consagrar. Su trabajo -cuenta María- consistía en cocinar, pero generalmente se encargaba también de la limpieza y de que todo esté en su lugar.
Mayordomos, cocineras, jardineros, lavanderas, secretarias, todos eran supervisados por administradores llamados capataces, quienes además llevaban las cuentas de la producción agrícola y ganadera.
Luego de décadas, 40 pequeñas casas con paredes de adobe y techos de carrizo guardan aún algunos objetos olvidados por quienes las habitaron. Ollas, azadones, sillas, incluso herraduras para la buena suerte están colgadas en las puertas de las deterioradas viviendas que han ido cediendo a la inclemencia del tiempo. María mira a su alrededor y ya no escucha los gritos de los pequeños que corrían por el lugar, ni observa a los trabajadores terminar una jornada de labores para luego retornar a sus hogares.
A pesar del tiempo y del olvido, muchas cosas en Urcuquí se resisten a morir, como la tierra, que aunque no recibe el mismo cuidado que antes, sigue produciendo fréjol, tomate, café, aguacate, chirimoya, mandarinas, guayaba y maíz. Trecientas cabezas de ganado corren por la zona que pronto se convertirá en la Ciudad del Conocimiento y que albergará a 30 mil personas. La maleza que rodea el lugar cubre todo a su paso, incluso un pequeño riachuelo del cual se abastecían los trabajadores.
La soledad se apoderó de este lugar durante muchos años. La vejez se respira en cada paso a través de la madera seca y podrida. Al atardecer, una bruma de nostalgia cae sobre las montañas, convirtiéndolas en protectoras del valle escogido para el conocimiento. Hasta cuando el sol se esconde, brinda sus últimos rayos a una tierra fértil que aún espera volver a ser cosechada. El paisaje oscurece y los colores del trigo dan paso a un azul frío.
El primer ingenio azucarero se construyó aquí. Rafael Andrango, de 65 años, trabajó durante 10 en el procesamiento de la caña de azúcar. Ahora su hijo David, de 28 años, cuida las ruinas de lo que fue una fábrica prominente, en la que una comunidad dejó parte de su vida.
Recuerda que le contaban cómo se sacaba alrededor de 70 sacos de azúcar diarios. Ahora Todo se cae a pedazos en el antiguo ingenio. Lo que queda son los vestigios de una pasteurizadora, cuya leche se distribuía a los cantones aledaños. La falta de interés dejó sus huellas y el deterioro en las máquinas se evidencia en el óxido que las recubre.
Como recuerdo de los viejos tiempos, una placa en la entrada del ingenio demuestra el agradecimiento de los trabajadores hacia la “matrona” María Luisa Caamaño, esposa del dueño, por la construcción de una asequia que data del 11 de junio de 1930. Los cuartos fríos para el almacenamiento de flores que existía en el lugar, en cambio, se quemaron en un trágico incendio ocurrido años atrás. Las estructuras metálicas, aún negras, quedan como testigos.
A trescientos metros de la casa principal, en medio del bosque, doce imponentes gradas dan la bienvenida al “chalet”, una vivienda que estuvo destinada para el administrador, quien gozaba de la confianza del dueño. Diez cuartos estaban a su disposición, así como todos los trabajadores que necesitara.
Ahora las casas que conformaron la hacienda San José están vacías. Sus muebles fueron retirados hace unos días y pocos objetos quedan como muestra del lujo y la decoración española que existía. Un camino de tierra es el acceso hacia este valle peculiar, de clima seco y noches frías, que ofrece a los visitantes un ambiente confortable, que en unos meses acogerá a estudiantes y maestros de todo el mundo.
Ello anima a los habitantes de Urcuquí, cuyo nombre significa “base del cerro”. Cada morador tiene parcelas en las que siembra alimentos para el consumo familiar. Esa es la principal fuente de empleo de este lugar, bendecido por la fecundidad de sus tierras.
El valor de los terrenos creció, pues una hectárea que antes costaba 5 mil dólares ahora alcanza los 20 mil. Otro día acaba en Urcuquí y María Edelfilia no habla de su futuro. Tampoco quiere imaginar cómo será su vida cuando se consolide el proyecto Yachay y continúa su paso con los pies cubiertos de polvo.