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El Telégrafo

Una noche solo para selectos

Una noche solo para selectos
18 de marzo de 2012 - 00:00

El imaginario construido en la mente de los porteños da cuenta de que la actividad en Guayaquil nunca cesa, como ocurre en cualquier  ciudad cosmopolita. Sin embargo, la noche del jueves se presenta inusualmente pasiva y -quizás por la admonición de una lluvia de proporciones bíblicas, como las que ya se han sufrido en el actual invierno- pocos ciudadanos se observan deambular por las veredas.

Pero todo este panorama desolador cambia bruscamente en el hotel Oro Verde, en pleno comienzo de la avenida 9 de Octubre. Ahí, sin ningún apocamiento, un puñado de cinco señoras, todas mayores de 50 años -confirmado por ellas mismas-, alteran ese sosiego que se percibe en las cuadras aledañas.

“Carajo, mierda. A nadie le importa cómo gasto mi dinero”, expresa una robusta mujer afroecuatoriana, cuya rabia no solo se palpa  en sus procaces términos, sino también en sus ojos y movimientos de puños que siempre se dirigen hacia el guardia de seguridad privada que tiene frente a ella y que le impide ingresar al casino de ese hotel.

Al igual que la colérica jugadora, otros tahúres -22 para ser más precisos- protestaban porque no podían adentrarse en ese mundo que, como lo afirmó la mayoría, era algo muy íntimo, casi religioso.  

18-03-12-actualidad-casino1A pesar de los reclamos airados, los administradores del local se mantuvieron firmes en su decisión de no dejar pasar a nadie por dos razones: porque así lo dispone la ordenanza que indicaba que hasta esa medianoche podían laborar los casinos y porque las últimas horas de funcionamiento serían solo disfrutadas por clientes “selectos” y propietarios, los cuales tendrían una gala especial y melancólica en la que se incluía la participación de una banda en vivo.

Esta misma exclusividad se vivió en otros casinos, como el del Hilton Colón, al norte de la urbe, en donde otras decenas de “ruleteros” miraban incrédulos cómo unos cuantos clientes entraban “a dedo” al lugar.

“Cinco años jugando, casi todas las noches en este sitio; y hoy, justo hoy, me impiden entrar”, deploraba Jorge, un jugador de casi 40 años de edad. “A la mierda, ya no aguanto esta huevada”,  gritó, luego se retiró a paso acelerado hacia la avenida Francisco de Orellana y se embarcó en un taxi que lo llevaría hacia un destino desconocido para el grupo de amigos que dejó abandonado en la puerta del Colón.

Pero este panorama resultó más “agradable” en comparación a los que le tocó pasar a los clientes habituales de los casinos del hotel Ramada y Unicentro. El primero estuvo cerrado, no por la disposición que se deriva del mandato de la consulta popular, sino por estar clausurado por el Servicio de Rentas Internas (SRI) desde el viernes 9 de marzo. Mientras que el segundo decidió culminar por adelantado con su funcionamiento y mantuvo sus puertas cerradas desde la noche del pasado miércoles.

Más de un fiel jugador de estos locales arribaron hasta las puertas tan solo para hallarlas cerradas. Con los puños en alto, trataron de aliviar su frustración con una retahíla de improperios de grueso calibre, dirigidos a los propietarios de los casinos, y uno que otro para el Gobierno, por dar paso al cierre de estos establecimientos.

El adiós después de 15 años

Pero no todos los tahúres optaron por exteriorizar su rabia ante la situación. Otros sacaron a flote aquellas anécdotas acumuladas en aquellas tardes, noches y madrugadas en las salas de juego.

Para las 23:00, la puerta de salida del bingo Don Toribio, en el corazón del bulevar 9 de Octubre, luce abarrotada de clientes que abandonan a regañadientes el lugar.

Carla Segarra, de 52 años, denota una melancolía más que notoria. En su tristeza decide llevarse el asiento que utilizó todas las noches, desde hace siete años, para escuchar cantar los números de la tabla. Mira fijamente y con los labios entreabiertos dice: “Adiós, mi querido sicólogo”. Las amigas de juego, cuatro en total, sueltan una carcajada estruendosa que retumba en la cuadra. “¿De qué se ríen? A este lugar vine cuando mi marido me puso los cachos, cuando me iba mal en el trabajo, en la casa. Aquí olvidaba todo.

Ahora, ¿dónde voy a curar mi mente de todas las cosas que me pasan a diario?”, vociferaba la señora mientras, con silla en mano, agarraba un taxi rumbo a las calles Ayacucho y la Séptima.

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