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Ecuador, 26 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo

Un caso que deja más de una lección política para todos

No puede ser motivo de alegría y menos de algarabía. La sentencia a los directivos del diario El Universo es dolorosa, aleccionadora y deja sentados algunos temas en discusión para todo el país.

Es, en definitiva, el colofón de una serie de hechos, particularmente por la iracundia de los artículos de Emilio Palacio, que se salió de control por los mismos directivos del periódico guayaquileño. Y a la vez devuelve a las autoridades, funcionarios y actores políticos a una realidad: hay que manejar el conflicto y la confrontación (con la prensa lamentablemente) como parte del ejercicio democrático, sin perder por ello el legítimo derecho al respeto a la honra.

El mismo presidente Rafel Correa lo  dijo: “No estoy contento. Es duro. No crean que no pienso en la familia de los acusados”. Y también: “Ciertos medios de comunicación me la tienen jurada porque no almuerzo con ellos, porque no imponen la agenda, ahora nadie nos presiona”.

Del otro lado, en cambio, hay resentimiento y rabia. La imagen del abogado Campaña revela eso, pero algo más: ya no se trataba solo de un juicio por injurias sino de una disputa política e ideológica. Basta leer los mensajes de Twitter de Campaña, en los que además de adjetivar, cuestiona el mismo sistema de gobierno aprobado en Montecristi y la legitimidad del presidente Correa. Eso sin contar que como ciudadano también inició una demanda millonaria al Primer Mandatario. Por lo mismo, tenía “interés” económico, si se lo mira desde la lógica con la que cuestiona la sentencia.

Ahora, con la salida del país de los directivos también se crea un sentimiento de dolor entre los periodistas y empleados del diario. Se alejaron de una causa por la que muchos periodistas de El Universo lucharon: el ejercicio de un periodismo responsable. Lo dicen en privado: Emilio Palacio “arrastró” a todos ellos y los hermanos Pérez no midieron las consecuencias de no rectificar el grave error (ético y periodístico) cometido por su Editor de Opinión.

Entonces, ¿por qué llegamos a esto y qué va a pasar de aquí en adelante? Sobre lo primero: algunos medios y ciertos actores mediáticos sobredimensionaron su rol y además de colocarlo donde no correspondía se atribuyeron el papel de opositores ante el vacío creado por lo que queda de la llamada partidocracia.

Y, no está por demás decirlo, algunos políticos exacerbaron el conflicto para llevarlo donde ellos mejor cosechan: el escándalo y la banalización de todos los conceptos y principios. Bastaría con revisar algunas declaraciones de ciertos asambleístas y aspirantes a ese cargo para saber cómo hicieron de este conflicto su plataforma, sin considerar el daño que hacían al mismo diario, a lo que ellos llaman opinión pública y a la resolución democrática de las diferencias. ¿No están grabadas las imágenes de un alcalde y de ciertos populistas estrechando y abrazando a los hermanos Pérez, a quienes antes los menospreciaban por hacer ese diario y ser herederos de quien los combatió?

Y sobre lo segundo: ya hay muestras de un procedimiento que siempre tuvo que ser normal en la prensa: corregir y rectificar cuando alguien se equivoca. De hecho, bastaría revisar las ediciones de varios periódicos para verificarlo. Por eso, en adelante tenemos algunos retos para todos los medios y para todas las autoridades.

El fundamental: la convivencia democrática y la relación política no puede ni debe sustentarse y mucho menos resolverse en la injuria ni tampoco en la falta de respeto. 

Si algunos medios (con el respaldo de esos políticos que hasta se aprovechan del conflicto) asumieran el rol fundamental también que tienen en la construcción de la democracia ecuatoriana y dejaran a los partidos la mediación política, tendríamos otra clase de periodismo y un servicio informativo más responsable y menos ideologizado. Como ya lo dicen los analistas: la prensa se compró un conficto que no era suyo. Y las consecuencias están en el tapete. Los medios saben del peso de su “poder”. No hay que “hacerse los locos” con eso.

De ahí que se hace necesario, casa adentro, que los medios reflexionen sobre lo que ha significado este juicio. Cuentan que algunos ya lo han hecho y la principal conclusión, que deberían hacerla pública, es: nos debemos a unos lectores. ¿Quienes son esos lectores?

Obviamente esa ciudadanía que quiere otra sociedad para su bienestar, no son los grupos que auspician y financian los diarios, menos los políticos que juegan a la democracia, peor aún un puñado de intereses económicos.

Desde hace algunos años varios medios han hecho del liberalismo y del mercado la esencia de su gestión editorial e ideológica. Han calado tan hondo que no entienden que sus lectores son de este país y de esta otra realidad, que no aspira a reproducir Holywood y menos Wall Street.

Por tanto, también hay que sacar una lección mediática: ¿con qué lenguajes están narrando la realidad y desde qué mirada lohacen, que les resulta imposible sintonizarse con este nuevo mundo que ya los mira con recelo?

Y la prensa debe entender que el poder, de sí, no es un enemigo a derrotar. El poder, si está al servicio de la gente y resuelve sus problemas, no puede ser el “enemigo fundamental”, ni de los periodista ni de las empresas de comunicación. Eso lo están entendiendo en otros países, donde ya se han generado procesos de revisión del rol en la convivencia democrática.

Si vemos con absoluta cordura, la libertad de expresión ha estado en su más intensa manifestación en estos años: muchos editoriales, pronunciamientos y debates de toda clase en casi todo el país.

Por lo mismo, el ejercicio de la libertad de expresión, acompañado del derecho a la comunicación y a estar bien informados, adquiere ahora un rasgo esencial: hacerlo con la más alta responsabilidad para afrontar los problemas neurálgicos del país. C

on ello, colectivamente (autoridades, medios, partidos y sociedad) podemos concentrarnos en acabar con la pobreza. Pero también para hacer de la prensa, el gobierno y la oposición un conflicto democrático con base en las leyes y en la Constitución.

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