Tren rescata un símbolo de unidad para los ecuatorianos
Apenas amanecía cuando el característico sonido del tren se extendió con el viento y con él, una oscura cortina de recuerdos desapareció de la memoria de un grupo de hombres que, con sus manos envejecidas, tocaron el vagón 132.
Como si se tratara de una obra de arte a la que no querían dañar con un brusco movimiento, recorrieron con sus dedos la estructura de metal que vieron por última vez partir hace 36 años desde la estación ferroviaria de Chimbacalle, al sur de Quito.
“No creo que esté sucediendo frente a mí”, murmuró uno de ellos, mientras buscaba un pañuelo para secar sus humedecidos ojos. El resto de hombres, todos con la edad que reflejaban sus canas, se acercó al amigo sollozante y se fundieron en un abrazo consolador que duró apenas unos segundos. Como si fuera el primer día de una odisea, un tenue sol de invierno acompañó el recorrido de los cinco vagones por grandes y estrechos senderos entre los campos, que luego se transformaron en colinas y planicies.
El viento del atardecer agitaba las hojas de los árboles en forma de abanico y el sol creciente traspasaba los rezagos de neblina, iluminando hojas, montañas y árboles, reflejándolos sobre la hierba. Al mismo tiempo, las espesas nubes cobijaban los apacibles sembríos de maíz. Durante horas, sobre puentes y riachuelos, los vagones anunciaron su llegada.
Mientras el tren avanzaba por la serranía, un olor a tierra quemada de los sembríos inundaba todo el lugar. De entre el humo y los bosques espesos salieron al encuentro hombres, mujeres, ancianos y niños, quienes emergieron con pasos agigantados intentando levantar la mirada para encontrar aquella máquina que muchos nunca habían visto, pero cuyo sonido reconocieron al instante. Hombres vestidos de poncho y sombrero, montando caballos que galopaban junto a los rieles, levantaban su sombrero saludando mientras gritaban “ha regresado”. Uno de ellos era Carlos Cruz, de 40 años, quien cabalgaba su negro caballo “Quitapenas”. Carlos tenía cuatro años la última vez que el tren pasó por sus tierras en Machachi.
El recorrido continuó por el frío páramo, mientras cientos de personas, familias enteras, se apostaron en carreteras, puentes y veredas. Otros, parados en medio de sus terrenos, agitaban las manos con júbilo. Al tiempo que niños descalzos eran levantados por padres y amigos para ver el paso uno tras otro de los vagones.
Luces de pequeñas casas en lo alto de las colinas se iluminaban repentinamente, dejando ver lejanas siluetas que saltaban y movían sus brazos cuando el sonido del tren se acercaba. Un hombre con el azadón en sus manos avanzó hasta el filo de la carretera. Mientras se secaba el sudor de la frente y se daba un poco de aire con el sombrero, juntó sus manos y las levantó al cielo con una gran devoción al ver que el primer vagón cruzaba con su potente sonido que ratificaba su regreso a las tierras por donde hace más de 100 años viajó, llevando y trayendo productos de la Sierra y la Costa.
Ya en medio de la oscuridad, donde solo la luz de la Luna alumbraba, muchos ojos se esforzaban por mirar la primera de muchas veces el incesante recorrido del tren sobre las piedras de la vía.
Un estado de jovialidad se apoderó de visitantes y moradores que observaron un renacer, no solo de una máquina, sino de poblaciones enteras. Por calles, plazas y en cada estación se formaron procesiones; algunas personas de la tercera edad alzaban sus brazos con debilidad, querían reafirmar su presencia ese día, así como lo hicieron hace muchos años, cuando todavía jóvenes podían correr tras el tren.
En las estaciones de Tambillo, Machachi, Lasso, Latacunga, Ambato, Colta y Guamote se observaban rostros incrédulos, por momentos, por el sonido que escuchaban sus oídos. Una mujer que intentaba abrirse paso en medio de la multitud describió como “un nudo en el corazón y la garganta” la angustia de pensar que no lo volverían a ver pasar nunca más, excepto mientras viviera nuevamente en su recuerdo; aquello no les permitía creer por breves instantes lo que sus ojos estaban por ver. Las grietas del tiempo en sus rostros tomaron una forma diferente, cuando los días de infancia volvieron a sus mentes y una sonrisa los invadió.
Vestidos con trajes elegantes, se sujetaron de las manos y, sentados en el balcón de su casa, los segundos del paso del tren se convirtieron en un minuto de intensidad cuando al fin lo vieron. Aún recuerdan el último viaje que hicieron en él cuando tenían 20 años. Estrechos túneles con imágenes de vírgenes en su interior dejaban ver los nombres de familiares de quienes perdieron la vida durante la construcción del primer tren.
Juan Santacruz llegó a Quito desde San Lorenzo (Esmeraldas), cuando tenía 20 años. Junto a dos de sus hermanos consiguieron trabajo en la empresa de trenes; ahí aprendió mecánica y trabajó arreglando vagones, luego como guardia y finalmente como “brekero” (la persona encargada de hacer parar el tren cuando está por llegar a una estación). “Me voy a jubilar aquí, igual que mis hermanos”, dijo Juan, mientras limpiaba algo de polvo que cayó en la reluciente gorra que lo identificaba.
Mientras tanto, el paisaje apacible del campo no se inmutó por el ruido del tren. Este ingresó como si la naturaleza lo hubiese estado esperando durante muchos años, como si fuera parte de él. Su llegada estremeció a todos, así como lo hacen los volcanes en el Ecuador.