Paola supo lo que era la rabia de los torturadores
Después de permanecer varias horas en un cuarto oscuro y encadenada a un tubo, Paola recibió un libro (El sentido del hombre) de manos de un guardia. A larga se convirtió en el primer y último aliento para mantenerse viva. Con miedo, leyó cada línea gracias a un escaso rayo de sol que se colaba por la puerta. Sus manos apenas se movían para que las esposas no las lastimarán más.
“Si el personaje del libro sobrevivió al holocausto, por qué yo no lo voy a poder hacer”, se dijo a solas, con la sensación absoluta de que su vida tomaría otro rumbo. Ese guardia pasó de ser su verdugo a su salvador por el solo hecho de entregarle un libro trascendental.
Un viernes en la mañana, hace cinco años, Paola Concha Zirith, realizaba algunas artesanías en su casa. Escuchó el timbre y cuando abrió la puerta, dos hombres de gran tamaño se avalanzaron sobre ella. Ya en el piso la esposaron, mientras una camioneta la esperaba afuera.
En medio de la confusión, Paola pensó que se trataba de un secuestro. Por respuesta solo recibió golpes e insultos. Entonces tenía 23 años. Cuando la camioneta paró, Paola no reconoció en donde se encontraba. Vio personas a su alrededor, mientras un hombre le ordenaba pararse en medio de todos.
Después de una hora de haber sido sacada de su casa a la fuerza, comprendió lo que le sucedía. Tiempo atrás había terminado con una relación amorosa, los constantes problemas de la edad y un nuevo reconocimiento de su sexualidad la envolvieron en una depresión que la alejó de sus amigos y familiares.
Su madre desesperada al no saber cómo ayudarla pensó que internándola en una clínica podría salir de su estado emocional. Así llegó Paola a la clínica “Un puente a la Vida”, ubicada en el cantón Rumiñahui, en los valles que rodean a Quito.
Sin ganas de comer ni hablar se encontró frente a una situación de la que le sería muy difícil salir. Los maltratos y humillaciones se dieron desde el inicio; las terapias castigadoras, según los monitores de la clínica, servían para regenerar a jóvenes que tenían problemas con alcohol, drogas, diferentes tendencias sexuales y con diagnósticos de trastorno psicológico.
El tratamiento aplicado, a todos por igual, consistía en dejar a los pacientes algunos días sin comer o sin dormir. Otra “terapia” era encadenar a los jóvenes a pequeños tubos ubicados en cuartos a los que llamaban “sauna y turco”, en donde los golpeaban durante algunos días.
Entre los pacientes existían niños de 12 años, así como adultos mayores de 70, cuyas familias consideraban que tenían problemas de adaptación y conducta.
Guardias y terapistas ejercían violencia y maltrato sobre los internos. El acoso sexual y las violaciones a cambio de una funda de pan o algo de fruta sucedían a diario con hombres y mujeres.
La rabia de los agresores se incrementaba cuando conocían de la opción sexual de algunos internos. Ahí comenzaban las terapias para quitarles, supuestamente, cualquier inclinación sexual, que ellos consideraban inadecuada.
Alrededor de 70 personas se encontraban internas en ese centro. Debido a la falta de espacio y de adecuaciones dormían en el suelo. Con 45 kilos de peso y marcas en el cuerpo, Paola perdía fuerza y poco quedaba de lo que era ella.
Un año y medio sufrió todo tipo de humillaciones y maltratos. Sin pensarlo y ya con las esperanzas perdidas, fue sacada del infierno en donde se encontraba por su madre, al enterarse de lo que ocurría con su hija.
Una nueva clínica la acogió. Sentimientos de rabia era lo único que tenía. Durante seis meses permaneció bajo tratamiento psicológico, con el cual relativamente se recuperó, pues de una situación de estas difícilmente se sale en el corto plazo.
Sin embargo, su relación con las clínicas no terminó ahí. Paola comenzó a visitar aquellas que son para desintoxicación y tratamiento emocional. Su objetivo era recoger información y pruebas para hacer una denuncia sustentada.
Durante algunos meses trabajó de infiltrada en varias clínicas, en donde fue testigo del constante abuso del que son víctimas quienes ingresan a este tipo de centros.
A través de su trabajo ha logrado cerrar clínicas en la ciudad del Puyo. El resentimiento, la rabia y el odio que Paola sintió, durante el tiempo que estuvo internada, se transformaron en la energía para cambiar una situación latente en el país, que ya no está oculta. Paola trabaja ahora en Fundación “Causana”, un colectivo social que acoge a víctimas de distintos maltratos y abusos.
Este colectivo se enfoca en el trabajo legal y en manifestaciones cuyo objetivo es la clausura permanente de clínicas y centros que, ocultos en propaganda, prometen tratamientos y curación .
“Soy mujer, soy hermana, soy hija, soy amiga, soy madre, y ahora soy una persona que lucha por las libertades que nos han arrebatado”, así concluye Paola. Como ella hay otras personas que prefieren mantenerse fuera de toda exhibición pública para no revivir sus dolores.