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Usos y abusos de la historia

Usos y abusos de la historia
09 de junio de 2013 - 00:00

En todas partes del mundo, la historia es utilizada para fines políticos y cuando eso ocurre se cometen “abusos de la memoria”, casi siempre al servicio del poder. Sucede tanto en la izquierda como en la derecha, especialmente a la hora de cobijarse bajo el manto de los “héroes patrios”: Simón Bolívar en Venezuela, José de San Martín en Argentina, Miguel Hidalgo y José María Morelos en México, Eloy Alfaro en Ecuador, por citar algunos ejemplos.  

Pero esa suerte de religión nacional que es el culto laico a los héroes (particularmente, los de la Independencia) muestra su otra cara cuando es reemplazada por la apelación a sentimientos locales y regionales exacerbados, en el marco de un Estado centralista como es y ha sido el ecuatoriano. Lo esencial en este discurso patriotero es subrayar la importancia (relativa, por cierto), de las ciudades y localidades del país en la construcción de la nación. Y digo relativa, porque al Ecuador lo hemos edificado todos los ciudadanos y ciudadanas, en todas las épocas y desde todos los lugares del territorio patrio.

No podemos sostener que una ciudad es más que otra, pues formamos parte de una realidad territorial, jurídica, política y social unitaria que es el Ecuador, al que hay que defenderlo en su integridad. Obviamente, son válidas las demostraciones de cariño y orgullo local, pero no se pueden argüir semblantes que resalten a unas ciudades y regiones, en detrimento de otras.

Tradicionalmente, los ecuatorianos hemos atestiguado la confrontación Quito-Guayaquil, en todos los niveles. También en la difusión de una historia sesgada que no ha ayudado a consolidar el fin mayor: valorar, investigar y divulgar las historias locales para fortalecer la historia nacional. Caso contrario, las versiones localistas y regionalistas perderían seriedad y alcance.

En los últimos años existe un cuestionamiento a la visión hegemónica de la historia en Guayaquil y es bueno que así sea. Durante décadas, los lectores hemos consumido un relato historiográfico escrito por las élites, donde se ha ocultado el papel de los verdaderos protagonistas de la historia: los actores colectivos. Ha prevalecido una mirada incuestionablemente oligárquica donde se representa a una ciudad plana, sin estratos ni clases sociales, libre de conflictos. Esa historia oficial que en los últimos años ha estado dominada por los portavoces de la derecha, acusa una carga excluyente y localista, pues rebaja a los sectores subalternos, en nombre de un mal entendido “guayaquileñismo”.

Según estos cronistas locales, es más guayaquileño el que “odia” a Quito –recordemos la infructuosa polémica sobre cuál de las dos revoluciones fue independentista (10 de agosto de 1809 o 9 de octubre de 1820), un problema que la academia ecuatoriana zanjó hace algunas décadas-, el que magnifica la relevancia continental de Guayaquil hasta el punto de incurrir en disparates o el que destaca el papel de la “peluconería” o “patriciado” guayaquileño.

El resto de actores sociales, no existe: no hay mujeres, niños, cholos, montubios, indígenas, afrodescendientes, y los sectores populares, sin rostros, ni ideas, aparecen como una “masa” informe que sigue los designios de los “elegidos” (léase, criollos, blancos, “gran cacao”).

No se evidencia, por tanto, capacidad de acción entre los grupos subalternos: como autómatas siguen a sus líderes y carecen de proyecto político, económico o social.  Y como, según estos cronistas, nunca ha existido conflicto social en Guayaquil, en sus libros, artículos o documentales jamás aparece la protesta pública, ni las luchas populares, ni el hombre de la calle que exige mejores condiciones de vida.

Esa historia elitista, afortunadamente, hoy tiene menos autoridad, porque en los últimos años los ecuatorianos hemos avanzado en la conquista de derechos colectivos. Lo único que falta es que la sociedad guayaquileña y principalmente sus dirigentes entiendan que es vital para la conservación de una comunidad garantizar el conocimiento de su historia. No puede ser que en Guayaquil, una ciudad con casi tres millones de habitantes, no exista una escuela o facultad que gradúe historiadores.

Lo mismo podemos decir de la Antropología, la Filosofía y los Estudios Culturales. Hay que parar, ¡ya!, esta incuria social que nos paraliza e impide pensarnos críticamente como proyecto y destino histórico colectivo.

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