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Una ciudad recreada con voces “llenas de gracia”

Una ciudad recreada con voces “llenas de gracia”
09 de octubre de 2011 - 00:00

“Pila, pila, pilaaaa,¡plin!, bolléate / que te acuestas con uno, te levantas con dos y con el entenado tres...”, grita un moreno entrecano, canasto al hombro, bajando por la calle Colón hacia la Bahía, mientras arden las 12:45 de un martes guayaquileño cualquiera. El fraseo del bollero, nutrido de ingenio y marcado por una intensa resonancia, tiene desde luego rasgos en común con el del vendedor de habas, de pasteles, de agua... Para empezar, aquello de convertir el sustantivo en verbo (“pasteléate”, por decir algo), o el uso de la onomatopeya (“plac, blum, plácate...”) en esa suerte de juego gozoso con la lengua... El habla popular porteña es, de hecho, tan sonora e imaginativa, que hace algún tiempo al joven compositor y pianista Manuel Larrea se le ocurrió una obra experimental que incluyera varios de estos “voceos” urbanos. También está, por supuesto, el estereotipo reduccionista que de ella han hecho los medios: a diario vemos comedias de televisión que presentan al infaltable personaje hablando, impostadamente, como “shabrosho”.

Un elemental sondeo en las calles da para pensar que el habla popular guayaquileña es uno de los puntos considerados, por la mayoría de la gente, como de anudamiento para una identidad que, a pesar del rígido discurso oficial -muy tendiente a decir “el guayaquileños es ESTO”-, se encuentra siempre en constante tránsito. Por estos días, por ejemplo, YouTube está bien surtido de videos que pasan revista a una suerte de “diccionario guayaco”, pero, la verdad sea dicha, hasta ahora son pocos los estudios o análisis exhaustivos de la naturaleza del habla local. Una de esas reflexiones pertinentes corrió a cargo, hace unos cuantos años, del escritor Fernando Itúrburu, y a ella nos acercaremos más adelante.

Por el momento, podemos recordar algunas consideraciones esenciales, como que el habla popular porteña se ha enmarcado sostenidamente en un contexto sociocultural caribeño... “En cuanto a acento, mira que ustedes hablan obviando las eses, rápido, un poco como los costeños”, dice Angélica María Mosquera, una colombiana de 27 años, oriunda del Departamento del Cauca, que con “costeños” se refiere, evidentemente, a los colombianos nacidos en la costa atlántica. Claro que ese “acento caribe” es, en Guayaquil, mucho más moderado; pero la identificación con dicho contexto sociocultural va más allá de ese aspecto y pasa por la utilización de ciertos modismos, términos y expresiones.

Habría que establecer, en todo caso, unas variables -muy pocas, que esto no intenta ser un texto concluyente sino apenas un acercamiento- para abordar el tema. La primera es de qué manera el paso del tiempo y las transformaciones culturales determinan cambios substanciales en el habla. Una investigación sucinta que se hizo en Medellín, por ejemplo, demostró  que el acopio de modismos y términos de la jerga paisa actual es relativamente reciente. En otras palabras, los insultos propios del argot que vemos en las teleseries, por mencionar un aspecto, no se incorporaron a la cotidianidad hasta hace veinte o veinticinco años, contrario a lo que podría pensarse.

En su novela autobiográfica A río revuelto, Miguel Donoso Pareja se refiere a ese “guayaquileño antiguo” que tuvo vigencia en su niñez y adolescencia (años 40) y rescata algunos términos: “turulato (atontado), ñaufear (hurtar), retobado (rebelde), selemba (grandísima), guardabajo (cuidado abajo), a la viravuelta (a la vueltecita), zarrapastroso (de lo peor), descachalandrado (muy desarreglado), peloteado (fuera de, aislado), carretear (enamorar), candombe (tortitas de papa al modo guayaquileño, esto es, llapingachos acompañados de carne asada, salsa de maní, huevos fritos, arroz blanco y maduros fritos), palanqueta (pan tipo baguette, pero pequeño), adú o adúo (amigo íntimo), guaspete (trago de aguardiente), desgualingado (desarmado, sin forma), encachinado o empaquetado (elegante), desconchinflado (desordenado, como mal hecho o distribuido), anchetoso (antipático), tracalada (a montones), darse la chapeta (irse, retirarse), canyá o mandanga (mariguana), majapapas (miembro masculino), guaño (bate de béisbol), cufiar (aguaitar, mirar sin que lo vean a uno)”...

Como vemos, algunos de estos términos aún tienen vigencia, otros no. Incluso, si se hace una indagación un tanto más profunda, damos ya con un argot de la época muy extraño, muy hermético, según explica el famoso Pablo Aníbal Vela, el “Rey de la Cantera”, al tiempo que suelta un pregón extravagante: “Si un acoi que está materva / y te viene a legislar / y te encama y no a torpedo / que no te haga vacilar / dale el ancho lo más pronto / y si no quieres marchar / enguíñale este consejo / guataquéale este cantar”... Pero eso era de esquina caliente, en donde el lenguaje servía (y sirve) más para esconder que para decir.

Es la característica del “verbo de cana” (palabra de cárcel), según cuenta Pablo  Aníbal... “en la Municipal, se acercaba el raterito a Ñego Ñego y le decía: enguíñame una pastilla fumatérica para el paladar fumístico de la tumba pensadora”. Clarísimo.

Como es sabido, el vínculo “caribe-guayaco” se encarnó en la figura del padrino del “Rey”, aquella deidad tropical de la música llamada Daniel Santos, quien vivió algún tiempo en el puerto ecuatoriano y escribió, entre los varios temas inspirados en la ciudad (incluso una guaracha para Barcelona), aquel titulado Caló Guayaco. Canta el “Rey”, recordando una canción de la que prácticamente no existe rastro... “En la esnaqui de la llaqui / de Vélez y Chimborazo / encamé por un mocondo / que no fuera mucho lote / encamé por unos chuzos”...

Fernando Itúrburu enfatiza, en su texto “Del lenguaje de los guayaquileños”, precisamente ese rasgo “encubridor” de poner las palabras al revés, además de que sugiere la importancia del pulso metafórico como uno de los motores fundamentales del argot y el habla popular en general (esta última, dice el autor, más abierta, menos “exclusiva” que el primero). Y allí nos encontramos con otra variable importante: el humor; la metáfora o la construcción de una imagen al servicio del humor... Basta pensar en la habilidad del sujeto popular de Guayaquil para “bautizar” al prójimo con los sobrenombres más rebuscados y precisos, que no son otra cosa que metáforas, muchas veces deudoras de un sentido del humor muy abstracto... Por otra parte, Itúrburu recuerda que Guayaquil, en su calidad de puerto multicultural y multirracial, posee una coba (argot) que ha sido influenciada, como ya hemos dicho, por la vertiente del Caribe, además de la de La Plata, “con el lunfardo escuchado en los tangos”. Así mismo, nos recuerda la presencia del quichua traído por la migración indígena (si bien no se ha mezclado -o “mestizado”- mucho con el habla extendida, hay que recordar que en Guayaquil es la lengua de una comunidad de miles de personas), y el componente afro, históricamente fundamental en la cultura popular, por donde se vea.

El “espanglish” -que no es, claro, el de Germán Valdez “Tin Tan”-, por otro lado, tiene dos variantes sociolingüísticas interesantes: Itúrburu nos recuerda los anglicismos de los migrantes que han ido y vuelto de Estados Unidos (Nueva York, específicamente); pero, además, en este punto nos enfrentamos a otra variable de aproximación a nuestro tema: el “sociolecto”, como ha definido la más reciente entrega de la Gramática General Castellana al ejercicio del habla de acuerdo con el estrato social... Y es que la burguesía local ha incorporado el uso de términos en inglés, desde hace ya bastante, por diversas razones... “A veces decimos ciertas cosas en inglés porque nos parece que suenan mejor”, confiesa, un tanto avergonzada, Rossana, de 17 años, hablando de sus compañeros de un colegio privado de la ciudad. Esto recuerda al teórico Roland Barthes cuando, entre sus “formas retóricas del mito”, incluía aquella a través de la cual el constructor del mensaje se convence de que usando una lengua extranjera -el inglés, en este caso- su propuesta gana en “prestigio”... de allí que no sea raro ver cualquier marisquería con este nombre: “Proa, ecuadorian seafood”. 

Este ejemplo marítimo, casual, nos devuelve a Donoso Pareja y su “A río revuelto”, en las páginas en que cuenta lo siguiente: “Me salió de pronto, de manera espontánea, aquello de correr ‘a toda pala’, expresión muy común cuando era muchacho y ahora en desuso. Significa ‘a gran velocidad’ y es un término marítimo (¿o fluvial?) de cuando los barcos eran ‘a pala’ y no a hélice. Entonces me acuerdo de la expresión ‘a todo trapo’ -una fiesta ‘a todo trapo’, por ejemplo- que también tiene origen marino: navegar a todo trapo, esto es, a plenitud, con todas las velas extendidas. No hay duda, Guayaquil es una ciudad esencialmente marinera”.

Es un ejemplo de cómo se vislumbran peculiaridades de la identidad en expresiones del habla coloquial, pero se trata apenas de una consideración intuitiva, por llamarla de algún modo. La ciudad aún espera el gran estudio de largo aliento acerca de qué hacen los guayaquileños con el lenguaje, y, cómo no, sobre qué les hace este a ellos.

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