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Un 'tiznado' oficio que se pierde en Monte Sinaí

Manuel Vera Alvarado (foto) tiene más de 15 años expuesto al humo en su labor: hacer carbón.
Manuel Vera Alvarado (foto) tiene más de 15 años expuesto al humo en su labor: hacer carbón.
Foto: Karly Torres / El Telégrafo
01 de abril de 2017 - 00:00 - Edward Lara Ponce

Luego de pasar el viejo botadero de basura Las Iguanas, por el sector La Ladrillera, en Monte Sinaí, las columnas de humo se distinguen de día o de noche, aunque en estos días del temporal su presencia es menor.

Sin más opción, el pascualeño Fernando Mora asume su responsabilidad de patriarca. Se toma un descanso para contar que tiene en esa zona “algo así como 60 años”, ni él mismo recuerda.

De lo que sí está seguro es que su progenitor abrió —entre matorrales, charcos de agua y lodo— los primeros caminos en la que hoy es una populosa zona del noroeste de Guayaquil.

“Mi papá nos traía a este sitio, en él que era guardia de seguridad. Estos eran terrenos de pastizales; mientras cuidábamos la hacienda aprendíamos nuestro oficio: hacer carbón”, comenta el hombre de menuda estatura.

Además del dominio del oficio desde muy pequeño, este trabajo le ha dejado la piel renegrida por el hollín y el sol implacable durante las jornadas de más de 12 horas, las que en estos días se complican con las torrenciales lluvias de la época invernal.

Aquí, desde las 05:00, de lunes a sábado, no se aceptan observadores que puedan convertirse con el tiempo en potenciales rivales de un negocio que es cada vez más escaso. El domingo se descansa —salvo raras excepciones—. Mora refiere que existen tipos de carbón que definen los valores de las ganancias y, por ende, las ventas que se hacen una vez a la semana, por culpa de los aguaceros que apagan la fogosidad de los hornos que convierten en carbón pallets y troncos.

“En el verano trabajamos en procesos de 2 a 3 días, pero ahora nos demoramos el doble, esto significa que tenemos menos material para comerciar, a pesar de que nos buscan los moradores a los que les vendemos porciones desde $ 0,50, refiere Fernando.

A un lado de los fogones, se erige una improvisada y endeble infraestructura de madera y hojas de zinc. Estas permiten a Fernando y sus compañeros de labores quedarse cerca de su negocio y cuidar que el esfuerzo del día no desaparezca en la noche, aunque poco puede hacer ante los designios climáticos.

De entre los trozos de madera salen otros pequeños tesoros: los clavos escondidos y aprovechados por los recolectores de chatarra que los buscan en la espesa ceniza para venderlos y obtener algo de dinero.

Menos eufórico, según él por el calor del día, Pedro Mora vigila la parada, que no es más que juntar trozos de madera —seleccionada de otros pedazos fragmentados casi al mismo nivel— en una montaña de poco más de metro y medio de altura que arden en un sitio abrasado por los años y el oficio.

“Los pallets que no sirven para las empresas los aprovechamos aquí, pagamos hasta $ 10 por un camión lleno y algo menos a los choferes que en vez de desperdiciarlos en la basura los traen hacia nosotros. En el caso de árboles nosotros no talamos, muchas veces nos traen troncos de árboles caídos, secos”, menciona esquivando el calor.

Mora, otro pascualeño, prepara la mecha. Un palo que en la punta lleva un trapo para encender la pira, la cual se cuida, si no llueve, con un poco de agua, tierra y hierba.

“La lluvia no es ligera es fuerte y muy contundente, esto suele inundarse. Durante la noche poco podemos hacer para que no se apaguen las brasas.

Esto nos significa más trabajo, más cenizas, más uso de material y menos ganancias”, comenta Mora, quien con un cuarto de leche helado contrarresta los efectos del humo en los pulmones.

Los sacos de carbón hechos de pallets están listos para vender en 2 días a $ 10, pero si el invierno se pone caprichoso serán 6 días de esfuerzos y de esperar para comercializarlos a los parrilleros o asaderos de pollos de la urbe.

La competencia diaria

Con casi los mismos años en edad pero con la mitad en el negocio, Manuel Vera Alvarado desprende las gotas de sudor de su frente. Apura el cierre de los 7 sacos que retiró del último montículo ante la proximidad del mal tiempo en la zona.

“Debemos tener 130 libras listas y limpias para que la clientela pague el esfuerzo que realizamos. En esta semana hasta el domingo trabajamos y hasta que la luz del día nos acompañó”, manifestó.

Para el sol, un sombrero de paja corriente no de toquilla, cubre la cabeza de Vera, mientras un anillo de acero brilla en medio de la oscura piel de sus manos callosas.

“Nunca ha sido fácil trabajar y menos aquí, nos critican por el humo pero somos necesarios”, dice con seguridad Vera, quien a diferencia de su competencia trabaja con más personal.

Así pasan las tardes interminables y las noches en vela los ‘come-humo’, quienes en invierno redoblan sus esfuerzos para que las ‘pirámides’ de madera y tierra no se apaguen, entre críticas y añoranzas por mejorar o abaratar el costo del carbón. (I)

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