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Alberdi fue un ilustrado de su tiempo, un político moderno

Un relato sobre Guayaquil

Un relato sobre Guayaquil
22 de noviembre de 2015 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

Existe una nutrida producción de relatos de viaje que se remonta a los Cronistas de Indias (siglos XV-XVI), aunque la mayoría pertenece al periodo del viaje romántico, en el siglo XIX.   

Predominan los viajeros europeos, aunque hubo americanos que también hicieron del viaje una forma de reconocimiento del mundo exterior. Uno de ellos fue el político, jurista, diplomático y escritor argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1884), quien pasó por Guayaquil en 1855, cuando gobernaba el país José María Urbina, un liberal que había implementado considerables reformas sociales en Ecuador, como la abolición de la esclavitud.

Alberdi fue un ilustrado de su tiempo, un político moderno que escribió un tratado donde reflexiona sobre el sistema político que se creó en el Río de la Plata: “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina” (1852). Su pluma sentó las bases del pensamiento latinoamericano, a partir de la oposición entre civilización-barbarie que marcó la búsqueda de nuestra identidad en el siglo XIX y que también se encuentra en la obra de otros ilustres fundadores de la literatura argentina, como Esteban Echeverría, autor del libro ‘El Matadero’ (escrito en 1839, pero publicado en 1871) y Domingo Faustino Sarmiento, quien escribió la novela ‘Facundo’, en 1845.

Uno de los relatos prácticamente desconocidos de Juan Bautista Alberdi corresponde a su viaje por las costas americanas –antes, había recorrido Europa-, donde se maravilla de la naturaleza, a la par que elogia el adelanto material en algunos los lugares que visita. En el caso de Guayaquil, destaca la belleza de la ciudad y la prodigalidad de su entorno tropical, celebrando, al mismo tiempo, la calidad de sus anfitriones, al referirse a Juan Antonio Gutiérrez, su compatriota radicado en el puerto, y a quien, aparentemente, es Manuel Ignacio García Moreno, hermano mayor de Gabriel García Moreno, quien sería presidente del Ecuador. Por ello, la importancia de este texto, prácticamente inédito para los lectores ecuatorianos, el cual transcribo a continuación:

“Guayaquil, 2 de mayo de 1855

Ayer a la tarde subía el vapor las aguas del Río Guayaquil, de color fangoso como las del Plata. Navegaba a un paso de la ribera derecha, cubierta de frondosísima vegetación. El sol se ponía detrás de los árboles, por entre los cuales se veía de vez en cuando. Grandes bandadas de pájaros volaban a la falda de la floresta como buscando abrigo; sobresalían unas aves blancas de cola larga y vuelo apacible. Una vez que otra se interponía entre la orilla y el vapor  la vela de algún barquichuelo.

A pesar de que había luna, la noche llegó a ponerse oscura del todo. A las nueve era completa la oscuridad, que atribuimos primero a los nublados, y después supimos que era un eclipse total.

No podía haber venido más a tiempo. Este hacía lucir las mil luces de la ciudad de Guayaquil, en el momento en que fondeaba el vapor.

De entre los visitantes curiosos  que invadían nuestro buque, uno se dirigió hacia el grupo en que yo estaba, preguntando por el doctor Alberdi. Era Gutiérrez [Juan Antonio] que no me esperaba. Me abrazó, me trajo a la luz, me vio, me presentó a sus amigos, me llevó a tierra en el bote del resguardo, a cuyo bordo un doctor ecuatoriano me aconsejaba preferir la vía San Thomas para Europa, como más saludable.

Hablamos horas enteras con Gutiérrez. No nos veíamos desde 1838. Me habló  como antes. Fuimos a un almacén, la agencia de vapores. Su casa estaba fuera de la ciudad. Tomamos té en una confitería, donde me refirió la vida política del general  Flores. Me leyó un artículo literario de Juan María [Gutiérrez] sobre Flores, que no conocía yo.

Cuando salimos a embarcarnos, que eran  las doce o la una, ya estaba clara la noche. Todo Guayaquil, con sus casas altas y sus  corredores se dejaba ver a la claridad de la luna. El ambiente era delicioso. Había amagos de lluvia. El río estaba agitado por la brisa. Los remadores eran diestrísimos. Llegamos sin novedad al vapor, recordando entre mí a Rivadeneira que hubo de morir ahogado en esas aguas.  

Conversamos  con Gutiérrez  alegremente, bebiendo brandy, hasta las tres de la mañana, en que me abrazó y descendió a tierra. La noche proseguía hermosísima. El vapor debía partir a las cinco de la mañana. Mi conducta no correspondía en mis expansiones con Gutiérrez lo que había ocurrido en la mañana, en que un pasajero fue echado al agua muerto a bordo, de fiebre amarilla. Nunca dormí mejor. Así conocí a Guayaquil, en esas horas tan románticas, en esa noche tan bella, con esa ansiedad deliciosa en que mil cosas personales, mil asuntos, muchos hombres públicos fueron traídos a la memoria. Estaba delante el señor García Moreno, conocedor de las cosas argentinas como un hijo de nuestro país: lindo y amable anciano, que no olvidaré. Gutiérrez me trajo a bordo una hamaca de regalo, sin reparar en que yo iba a habitar países fríos”. (O)

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