Un refugio conforta a los que llegan con el enfermo
El sonido de sandalias arrastradas en el suelo anuncian la llegada de Norma Peña al albergue Rosa Eva Alguilar de Sánchez. La mujer de 44 años, al igual que las demás que van al lugar, camina con las piernas temblorosas y la mirada. Atraviesa un patio que conecta la Av. Roberto Gilbert con el lugar.
Al entrar, despeinada y con la frente sudorosa, busca un lugar para sentarse.
Cerca de las 19:00 la luz de una sala principal hace notar las ojeras de Norma, mamá de Lizette, a quien le detectaron leucemia.
Antes de conocer el albergue, ubicado en el norte de la ciudad, se levantaba a las 02:00 para viajar durante cinco horas desde Buena Fe (Los Ríos) hasta Guayaquil.
Entonces, recuerda, durmió durante un año en un cartón en los exteriores de Solca. En una noche lluviosa un guardia que la vio en el improvisado "colchón", que le costó 50 centavos, le reveló la existencia de un sitio donde iban a descansar todas las personas que tienen un familiar con cáncer.
Norma llegó al albergue cuando su hija estaba realizándose la tercera quimioterapia. La mujer de piel morena, sentada en la cama seis de la sala dos del albergue, con lágrimas y la voz quebrada cuenta que está con su hija en la ciudad.
Lizette, de jean y camiseta, la mira desde el baño, confundida y con recelo. La joven de 18 años se acerca para escuchar nuevamente el relato que la ha torturado durante tanto tiempo y que ha marcado su vida.
Mientras en la sala dos hay un silencio penetrante, afuera, en una sala común se oyen voces, gente conversando y un comercial que sale de un televisor que deben compartir todos.
"Aquí está su toalla", le informa una veladora (especie de mucama) a una nueva inquilina recién llegada que carga a su hija de tres años en brazos, pues la infante se ha quemado en un accidente.
La estadía en el Rosa Eva Aguilar de Sánchez, que está dividido en cuatro cuartos, uno de hombres y 3 de mujeres, con 25 camas literas cada uno, cuesta $ 2,50. Cuenta con juguetes, corrales, cunas, revistas, comedor y una cocina que a las 20:00 del pasado martes olía a parrillada. “Tengan la bondad de pasar al comedor”, anuncia una mujer por cada cuarto.
Violeta Saavedra de Arcos, la directora, quien está sentada en la entrada del albergue, cuenta con ojos llorosos que su trabajo es muy duro.
Desde que la fundación Sánchez Aguilar donó el albergue hace 10 años, recuerda que se ha enfrentado a situaciones tristes -como la muerte de huéspedes o la llegada de niños con fuertes quemaduras- en las que ha requerido la intervención de una psicóloga, tanto para los enfermos y familiares como para ella.
El lugar es dirigido y atendido diariamente por las damas de Asvolth (Asociación de Voluntariado Hopitalario del Guayas). Está ubicado junto al centro de voluntariado y tiene capacidad para 100 personas, quienes en su mayoría vienen de provincias.
De la sala tres y caminando lento, sale Ángela Giler, una mujer de 35 años que proviene de Manabí. Ella actualmente padece de cáncer terminal debido a una metástasis ocasionada por un tumor en el útero mal atendido.
Está vestida con una pijama celeste y camina descalza por el cuarto, porque el piso está limpio. Todo dentro del lugar parece nuevo, los pasillos huelen a lavanda y las paredes, blancas con amarillo, no tienen manchas.
Con una calma casi incomprensible, Ángela revela que recibió la noticia de que no se podrá hacer nada más. "La enfermedad ha tomado mi cuerpo y moriré en cualquier momento", expresa con naturalidad y resignación.
"Mijita", dice, "todo está bien, quiero pasar los últimos días con mis tres hijos y mi familia y disfrutar de la vida que Dios me dio".
Cerca de ella, en la sala principal, José Pincay, un señor de 36 años, se acerca lentamente en su silla de ruedas. Él espontáneamente y sonriendo explica que no puede caminar porque tuvo un accidente hace algunos años.
Mientras hay decenas de adultos con los niños en brazos que van al comedor, José cuenta que además de su problema tiene a su hijo Julio, de 8 años, internado en el Hospital de Niños Roberto Gilbert Elizalde. "Se quemó por un descuido mío hace dos semanas".
Pero se siente tranquilo, añade, porque los doctores le dijeron ese día que todo estaba bien, que el niño iba a mejorar y se curaría pronto. "Es un milagro".
En el comedor, a las 20:30, cerca de 30 personas se reúnen a comer arroz con menestra, un jugo de naranja y una crema de legumbres que está servida en un plato de porcelana blanco.
Sentados en grupos de cinco, los hambrientos huéspedes conversan, se ríen, se abrazan y comparten con personas que consideran, al menos temporalmente, su familia.