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Un Guayaquil “light”

Un Guayaquil “light”
30 de junio de 2013 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

La ciudad, con el paso de los años, se extiende hacia el norte y el oeste. Allí surgen urbanizaciones que representan, simbólica y materialmente, la consolidación de una clase media que en los últimos años ha visto incrementarse su poder adquisitivo.

En concordancia con el espíritu arribista de la clase “sánduche” -rasgo que se acentúa en la última etapa histórica de la modernidad-, existe un “boom” de urbanizaciones cerradas donde se observan   características de una urbe que ha levantado fronteras internas que resultan  infranqueables.

Se sabe que estas urbanizaciones del siglo XXI son réplicas de lo que ocurre en algunos “países desarrollados”, donde el sector ubanizado más “exclusivo” se encuentra en los suburbios. Entonces, la imitación empieza desde allí: mientras se vive más lejos de la ruidosa y populosa urbe, mucho mejor. Por su parte, el espacio vital de la clase media “light” guayaquileña debe tener lo necesario para “ser feliz” o, por lo menos, aparentarlo: guardianía y seguridad las veinticuatro horas, calles adoquinadas -estilo Malecón 2000, por supuesto-, un club para que la familia pase su tiempo libre sin socializar mucho con los vecinos, dos piscinas (una de niños y otra de adultos para que no se confundan), canchas de fútbol con césped sintético y canchas de tenis para practicar uno de los deportes más individualistas del mundo.

Las casas deben tener dos pisos con balcón o algo que aparente serlo, garaje (no es fácil el acceso a estos lugares, a no ser que se cuente con vehículo), un jardín adelante y un patio atrás. Y cuidado con querer pintar la casa de colores chillones -sólo el Municipio puede hacer eso, como ocurrió en el cerro Santa Ana-, pues la inmobiliaria no lo permite porque “afea” la vista general de la urbanización.

Y este es, precisamente, el signo de estos nuevos conjuntos habitacionales: la homogeneización  y la domesticación. En una palabra, la empresa constructora impone una línea estética que no puede ser transgredida. Limpieza estética, pero también limpieza social: en una de esas urbanizaciones que aspiran a ser peluconas, se denunció, hace pocos años, que el vecindario veía maliciosamente y con sospecha la  mudanza de una familia afro.

Con el paso de los días, se quejaron de la entrada y salida de amigos y parientes, quienes armaban sus fiestas sacando los parlantes a la calle. Es decir, en estas urbanizaciones cerradas se limitan, veladamente, expresiones de la cultura popular que constituyen rasgos particulares de ese Guayaquil mulato, rumbero y tropical que, muchas veces, queremos ocultar.

Quizá la aparición de estas urbanizaciones “burbuja” o “semiburbuja” en el escenario sociourbano de Guayaquil sea síntoma de que estamos regresando a la Edad Media, como decía Umberto Eco. Al parecer, nos estamos aislando, amurallando y reconcentrando en pequeños castillos; en singulares torres de marfil que fracturan la sociabilidad barrial, tal como la conocemos los porteños de cierta edad.

Lejana está la sensación de salir a la calle y bañarse en el aguacero de un día de invierno. O nadar y pescar jaibas en el estero. O jugar pelota en la cancha de tierra del parque o en medio de la calle transitada con los panas del barrio. Hoy, aquello que disfrutamos los guayaquileños que pasamos de los treinta años -especialmente los que crecimos en el sur y oeste-, ya no es posible.

En el nuevo Guayaquil “aniñado” que recrea la globalización, los niños son menos libres, el espacio social es más plano y los colores, más aburridos. Pero se busca y persigue “seguridad” a toda costa, aunque reine la desconfianza entre  vecinos y se fracture la noción de “barrio” que    caracterizó a una sociedad abierta como la guayaquileña.

No obstante, Guayaquil siempre ha sido la amalgama de grupos humanos de diversa procedencia que han contribuido, con su trabajo creador, a definir su identidad: ciudad palimpsesto, hervidero y  fanesca... He aquí, una de nuestras principales fortalezas: ser conscientes de que, como dice Rubén Blades, “somos hijos de muchas madres, pero todos somos hermanos”. Quede constancia.

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