En el siglo XIX, las mujeres de los sectores acomodados destacaban por sus habilidades musicales
Puerto, trópico y rumba
Guayaquil es una ciudad que se inventa permanentemente, un puerto imaginado y recreado por aventureros, cronistas y escritores; pero también por quienes, en nuestra experiencia cotidiana, surcamos sus calles, plazas y otros espacios que nos remiten a una historia personal -la ciudad del recuerdo- y a una historia compartida -la ciudad imaginada-.
En Guayaquil conviven muchas ciudades que modelan rasgos característicos de los incontables ‘Guayaquiles’: la ciudad de la lujuria, la ciudad del comercio, la ciudad del rock y la salsa, la ciudad del fútbol con Barcelona y Emelec, la ciudad del cangrejo, el encebollado, la guatita, el arroz con menestra, el seco de chivo.
Espacios que se recorren, ocupan y viven con nuestra presencia física, con el hábito que tenemos de dirigirnos a un lugar conocido y saber que vamos a experimentar situaciones familiares, porque forma parte de nuestra cotidianidad tomar la Metrovía y bajarnos en la Bahía, caminar por las calles regeneradas del centro, sumergirnos en la espontaneidad del mercado informal, negociar, regatear y salir al malecón para pasear con la ‘ñora’, la ‘jeva’ o la ‘pelada’.
En una ciudad como Guayaquil, culturalmente híbrida y mestiza, pero con fuerte influencia afro, es imposible separar los engranajes invisibles de un modo de ser tropical que nos identifica, nos caracteriza y de algún modo nos constituye.
Somos tropicales especialmente en la música: gozamos los ritmos pero, sobre todo, bailamos ‘hasta las quince’ (como dice la canción). Ya sea polcas, mazurcas, valses o aires criollos, los antiguos porteños siempre reservaron energías para mover el esqueleto. En el siglo XIX, las mujeres de los sectores acomodados destacaban por sus habilidades musicales en el piano, el violín, el arpa y la mandolina. Pero en la calle se vivía, a más no poder, el jolgorio africano: “Quiero hablar de los bailes, según la moda del pueblo, con los cuales celebran las fiestas de día y de noche, en las calles, plazas, etc. Estos divertimientos se hacen también en ciertas casas particulares y les acompañan con correspondientes canciones y grito agudo y discordante, con tamborileo y batimento de manos: es difícil soportar tal bulla para quien no está acostumbrado a los usos africanos, de donde vienen esas turbulentas diversiones” (Victoriano Brandin, 1826).
Este viajero europeo del siglo XIX halló algo diferente en estas tierras: la sociabilidad de la calle, el portal y la plaza. Es decir, la tropicalidad de los cuerpos que se movían y siguen moviéndose al compás de los cueros. Sobre todo las mujeres, que “mueven sus caderas como los cañaverales”, como inspira el sonero Piper ‘Pimienta’ Díaz, en alusión a las también hermosas caleñas.
Y es que la historia de la música sabrosa siempre se cantó y escribió desde la subalternidad. Así lo corrobora el viajero Brandin en el siglo XIX y lo cuenta el literato e historiador Alfredo Pareja Diezcanseco, cien años después, en su novela Baldomera, cuando habla de esos oscuros callejones del arrabal guayaquileño donde se oía el bataclán de la rumba. La estética, poética y erótica de los bailadores de las sonoridades criollas y africanas era diferente a la ‘aristocrática’ de los grandes salones, al estilo francés: su modo de sentir el ritmo era (y es) desemejante, a partir de la síncopa: no importan las líneas melódicas ni el compás perfecto, sino el golpe presuroso de los tambores que anticipa el movimiento de los cuerpos, cuando ellos se acercan y la respiración se entrecorta.
Desde fines de la década del veinte, Guayaquil, ‘el último puerto del Caribe’, descubrió la música popular cubana. El son, la rumba, la conga y la guaracha se escucharon en los radios de la ciudad, a partir de 1930. En la década del cuarenta llegó la época del mambo y la guaracha: el primero, ritmo y baile atrevido y exótico que en 1938 inventó Orestes López, músico de la Orquesta de Antonio Arcaño y sus Maravillas, con la creación del danzón ‘Mambo’. Inmediatamente después, el mambo fue popularizado internacionalmente por Dámaso Pérez Prado, sobre todo en la voz de Benny Moré, el sonero mayor de Cuba, que alguna vez preguntó: “¿Quién inventó el mambo que me provoca?.../¿quién inventó el mambo, que a las mujeres las vuelve locas?”. Y en cuanto a la guaracha, se trata de un género ubicado a mitad de camino entre el son y la rumba, emparentado en Cuba con la ópera bufa.
En la década del cincuenta, con el auge de las películas mexicanas, el mambo y el cha cha chá se propagaron en todas las radios de Guayaquil y, sobre todo, en emisoras populares, como Radio América, Atalaya y Radio Ortiz. Ya para esa época, en la ‘esnaqui’ guayaquileña retumbaban los sones, los boleros y las guarachas de la Sonora Matancera con Celio González, Celia Cruz y el ‘Jefe’ Daniel Santos, así como la Banda Gigante de Benny Moré, el Conjunto Casino, Toña la Negra y Panchito Riset.
Después vendrá Cortijo y su Combo con su cantante Ismael Rivera, quienes llevarán la bomba y la plena puertorriqueña a todas las ciudades de América Latina y el Caribe.
También entrarán con fuerza el porro y la cumbia colombiana, el viejo merengue de Xavier Cugat, el vallenato -conocido entonces como paseo o paseíto-, el merecumbé, la pachanga y otros ritmos antillanos que propiciaron la entrada triunfal de la salsa, cuando el futbolista retirado Miguel ‘Cortijo’ Bustamante empezó a transmitir desde Radio Mambo, en 1969, el primer programa salsero que se escuchó en el Ecuador, y el barrio porteño se conmovió de sabrosura, al ritmo de: “¡Agúzate, que te están velando!”.