Crónica de a pie
Metrovía, un viaje por las venas de Guayaquil
“Happy, happy, happy, happy, happy... no sé qué me hiciste, pero te amo gratis... Yo soy el chicle de tu bati bati...”, escucha un joven en su celular mientras viaja en un bus de la Metrovía.
El mayor sistema de transporte masivo de Guayaquil opera desde 2006 y actualmente cuenta con tres troncales que cubren los sectores norte, sur, centro y noroeste.
En este articulado queda poco espacio para los nuevos pasajeros de la parada Bellavista. Son las 09:00 y muchos utilizan sus teléfonos móviles para entretenerse hasta llegar a su destino. En cambio los universitarios leen copias de libros de estudio.
En la parada de la Universidad Católica se embarca una chica con vestido negro y una computadora portátil a la que abraza fuertemente mientras se recuesta en una esquina ante la falta de asientos.
Los ventiladores, viejos y sucios, como hélices de helicópteros, impiden escuchar la ya entrecortada voz del chofer que informa: “próxima parada, Ferroviaria”.
El transporte público avanza hacia el paradero de la Universidad Estatal, donde se queda el 75% de los usuarios y, por fin, la chica de la laptop se sienta.
“Yo confío en Dios y nunca me han robado. La computadora es mi herramienta. Estudio Arquitectura, vivo en el norte de la ciudad y no tengo dinero para pagar taxi”, indica la universitaria a una joven que lleva una pequeña mochila y una funda negra en sus brazos con un globo que dice: I love you.
“Es para mi novio, hoy cumplimos 3 años. Le llevo este regalo a su casa y voy en la metro porque vivo en Samanes y él en el Guasmo. Un taxi me saldría costoso”, justifica.
La enamorada relata que se conocieron a través de Facebook. Aunque muchos le advirtieron que esa red social era peligrosa, ella dice que tuvo mucha suerte.
Aunque han pasado solo 10 minutos desde que iniciaron el diálogo, estas jóvenes se despiden con gran familiaridad y se quedan en la Caja de Seguro.
Esta parada ubicada en el corazón de la Bahía es una de las más amplias; pasan dos articulados que son parte de los consorcios Metroquil, Metrobastión y Metroexpress que operan el servicio de las troncales y de las rutas alimentadoras. No obstante, nadie sube ante la falta de espacios en las unidades.
¡Vendooo agua, a 25 centavos!, grita un joven mientras mete sus brazos y parte de su cabeza a través de las rejas de la parada.
En un bus rumbo al norte, los usuarios conversan y en la otra esquina una mujer comienza a tomarse selfies. No va sola pues lleva en su mochila a su gatita ‘Muñeca’, de 3 meses.
“El otro día traje a ‘Muñeca’ en taxi, pero no siempre tengo dinero”, le explica a un joven sentado a su derecha mientras sigue posando en las tomas que envía a su esposo. Tras casi 20 minutos de recorrido, este articulado llega a la estación Río Daule.
El sistema de la Fundación Metrovía desplazó a 59 líneas de buses urbanos con el fin de regular el transporte masivo, por lo que reúne todas sus rutas.
Terminal Río Daule
Al contrario de las otras terminales, en Río Daule la mayoría de usuarios saluda a los choferes antes de subir.
Las 3 terminales cuentan con servicios de comida rápida, farmacia, cajeros automáticos, baños y oficinas de servicio al cliente. Además de dos imágenes católicas: la del Divino Niño y la de la Virgen del Cisne, en las que los devotos católicos se santiguan antes de iniciar su jornada de labor o estudio.
Una de ellas es Margarita y su esposo, quienes tras colocar unas monedas en las imágenes se suben al articulado con destino a la cdla. La FAE. Ambos son de la tercera edad por lo que se ubican en los asientos amarillos y mientras hablan sobre sus nietos, son interrumpidos por un hombre que tiene nueve clavos en su pierna izquierda.
“Ayúdeme! Coja la esponja y póngala en el asiento. Yo iba en una moto cuando me agarró un carro y me dejó inválido”, exclama con una voz ronca mientras tres hombres lo intentan ubicar en la parte delantera del bus.
El discapacitado no puede usar bien sus muletas y no le ayuda mucho el peso de una esponja de mueble que lleva en la mano derecha. Explica que es un amortiguador para su espalda.
El hombre, de 55 años, tiene barba blanca y grita para los curiosos: “Soy trabajador. Vengo desde Milagro a las distribuidoras de Guayaquil porque vendo ropa interior femenina en mi casa; no soy carga de nadie”.
Son cerca de las 12:00 y el articulado que se dirige rumbo al sur se llena con las madres que acaban de retirar a sus pequeños del jardín.
Una de ellas se sienta y le pregunta a su primogénito: ¿cómo te fue?, ¿alguien te tocó?
Le recuerda que no debe hablar con desconocidos ni aceptar golosinas. Tras los casos de abuso sexual registrados en las escuelas, todos los padres de familia están alarmados.
En la parada de Los Tulipanes, un joven de 20 años ingresa con un parlante en que escucha rap a todo volumen. Sin embargo, su actitud desafiante alarma a las mujeres, quienes, con disimulo, ocultan sus celulares en la pretina de su pantalón.
El ambiente es tenso hasta que todos desembarcan en la Terminal del Guasmo.
Esta infraestructura es la contraparte del norte: no hay mucha gente, sus islas están deshabilitadas y nadie saluda cuando sube a las unidades, más bien hay una premura por salir del lugar.
María de los Ángeles, madre soltera, de 41 años, trabaja como asistente doméstica y espera una unidad que la lleve a su trabajo en el Barrio Centenario.
Pero mientras hace la fila aprovecha y llama a su hijo -que acaba de llegar del colegio- para indicarle dónde dejó su comida y el horario de las medicinas de Laurita.
“Tengo 8 hijos y Laurita que es paralítica. Es difícil, pero tengo un trabajo que me demanda 5 horas y eso me permite atenderlos. Tres de ellos ya son mayores y me ayudan”, le explica a una señora que escuchó su llamada.
Ambas mujeres afroecuatorianas continúan el diálogo y antes de bajar, María de los Ángeles le compra un caramelo mentolado por cinco centavos a un joven robusto, de tez blanca y con acento venezolano. Con picardía indica a su compañera que “ellos -los venezolanos- ya están por todos lados”.
Los problemas de adolescentes
Son las 12:30 en el centro de Guayaquil y el escenario de los articulados, con dirección a Bastión Popular, cambia por completo. Ya no son oficinistas ni universitarios, ahora son cientos de estudiantes de secundaria los que suben y bajan en cada parada.
Irene, de 14 años, está en la Biblioteca con ruta hacia el colegio 28 de Mayo; a su lado va una de sus compañeras con una toalla verde en la cabeza para cubrirse del sol. Ellas escuchan música, ríen y hacen bulla cuando encuentran a sus amigos.
Más adelante, en la parada del colegio Dolores Sucre, una señora informa al guardia de seguridad que un estudiante acaba de robar.
“Ya se bajó y le arranchó el celular a la señora que estaba en la puerta de salida... Es ese, ese... el de mochila verde. No entiendo, los mandan a los colegios a que se preparen y vienen a delinquir, a vender drogas”, reclama mientras señala al adolescente que baja del puente peatonal.
Aquí el escenario es crudo. En la esquina de la parada un grupo de colegiales hace una rueda e inhala un polvo blanco mientras que otros alumnos pasan frente a ellos con total indiferencia.
A lo mejor -indica la mujer que alarmó del robo- porque ya están familiarizados.
Tres paradas más adelante, en la Gallegos Lara, en cambio se visualiza una red de robo integrada por 5 hombres de entre 20 a 25 años.
Una señora, que espera una alimentadora para ir a la Martha de Roldós, observa y analiza: “Ellos están tasando víctimas... dos no se movilizan, los otros tres suben y regresan de los articulados, cada 25 a 30 minutos”.
Por la tarde, las siguientes paradas se ven tranquilas; la mayoría de los usuarios son universitarios que salen de clases o amas de casa que llevan a sus hijos a cursos extracurriculares. Son más de las 15:30 cuando aparece nuevamente el vendedor de caramelos venezolano.
Él es cauto cuando le preguntan su nacionalidad. Con nervios responde que es ecuatoriano y estudiante de Ingeniería en la Estatal, pero nadie parece creerle.
Son las 16:45. La terminal de la Metrobastión es muy similar a la de Río Daule.
Ahí los baños, cajeros, servicio al cliente, farmacias y locales de comida están a reventar, pero la diferencia es que acá la gente es más alegre y escucha música con miniparlantes y a todo volumen.
“Y si con otro pasas el rato... ‘vamo’ a ser feliz, ‘vamo’ a ser feliz... Felices los cuatro ...”, canta a ritmo de Maluma un universitario de la carrera de Odontología.
Sus compañeros lo golpean con carpetas y le dicen que agilice el paso, pues será “feliz con cuatro” pero, por ahora, debe conseguir asientos para ellos, que también “son cuatro”. (I)
Los estudiantes aprovechan el tiempo del trayecto hacia sus universidades para repasar los textos de sus materias.