Los placeres de la mesa
En nuestros hábitos cotidianos, los guayaquileños siempre hemos sido hijos de la prodigalidad tropical que nos rodea, así como partícipes de una sociabilidad abierta que trasciende las diferencias culturales. Sibaritas y epicúreos en la mesa, nuestros antepasados también se caracterizaron por sus ostentosos hábitos alimenticios. Así lo confirma el francés Victorino Brandin, quien nos visitó en 1826: “la abundancia de nieve, de helado de todas clases, de frutas tan variadas y hermosas, la sabrosa piña, etc., daría envidia a los epicureanos de París y Londres”, y un autor anónimo de El Viajero Universal, en fecha tan antigua como 1797: “sirven las mesas con tan extraño método que los europeos no pueden hallar gusto en la diversidad de manjares con que las cubren. Dan principio por un plato de almíbares y dulces, al cual sigue otro de picante, y así alternativamente van mezclando el ají con el dulce hasta el fin”.
No obstante esos rasgos compartidos, existían notorias diferencias entre los individuos de distintos estratos sociales. Entre el grupo socioeconómico alto y los sectores populares había contrastes a la hora de sentarse a la mesa: mientras que los primeros desayunaban y almorzaban con pan, los segundos lo hacían con plátano verde, el llamado “pan de los pobres”. El plátano se consumía “horneado o hervido, maduros, medio maduros, verdes para acompañar toda comida”, como refería el británico William Bennet Stevenson, a inicios del siglo XIX.
De igual forma, lo común para pobres y ricos era ingerir carne de vaca, pescado salado y mariscos, especialmente cangrejos y ostiones: “sopa de ostras, pasteles de almejas, pudines de conchas, son servidos en cualquier forma, en todos los hogares y comedores públicos” -según el viajero Fréderick Walpole-, así como frutas tropicales y de clima templado, en gran variedad de colores, sabores y olores.
El visitante francés Charles Wiener reveló, en 1879, que la ostra siempre fue el alimento preferido de los habitantes de la cuenca del Guayas. A propósito de ello, recordamos que el antiguo barrio de El Conchero -en el límite sureño de la actual Bahía, entre las calles Malecón y Villamil- se levantó sobre un apisonado de ostras y conchas, por lo cual Wiener apunta que: “Con sus conchas se ha llegado a consolidar gran parte del terreno en que se asienta la ciudad; pero los cargamentos de ostras enviadas al Perú y a Chile han hecho desaparecer los principales bancos conocidos”. Esta práctica extractivista, obviamente, afectó al ecosistema; pero los guayaquileños se dieron modos para obtener otros manjares acuáticos.
En cuanto a las bebidas, degustar vino era considerado un signo de distinción. Por su parte, el viajero Ariel Victorino Brandin testimoniaba que “el pueblo y la gente mediana bebe agua con aguardiente de uva, que llaman de Castilla, mistela hecha de guarapo”. En el desayuno se servían una taza de chocolate, aunque luego se impondría el consumo del té. Para el almuerzo, las familias con ciertos recursos ingerían vino o jerez y antes de acostarse, entre las 11 y 12 de la noche, punche para “templar la sed” y conciliar el sueño.
Para los bohemios y noctámbulos, las pulperías eran los lugares ideales para comer, beber y socializar fuera de las restricciones que imponía la vida “seria”. La dinámica comercial que se generaba en estos lugares hacía posible que durante el día se convirtiera en tienda de abarrotes y, en la noche, lugar de expendio de guarapo y aguardiente, permaneciendo casi siempre atestadas de gente que se divertía, hasta el día siguiente, entre música, baile y juegos de azar.
La culinaria guayaquileña es un producto sociocultural de larga duración, resultado del aporte de numerosos grupos humanos que han forjado este puerto de sabores centenarios. Por eso, cuando nos sirvamos una cazuela de pescado, un arroz con menestra o una chicha resbaladera, recordemos que detrás de la hermosa creatividad de esas manos que nos alimentan y sus frutos suculentos, hay historias, saberes y querencias que merecen conocerse porque forman parte de nuestra identidad.