Lo tradicional y lo moderno se funden en un solo Guayaquil
El sol lentamente languidece. Arroja desde el horizonte sus últimos destellos, como queriendo evadir el ocaso de la tarde iluminando débilmente la urbe porteña.
En las calles de Guayaquil el movimiento es incesante; el ir y venir de miles de ciudadanos es frenético, mientras las luces se encienden y alumbran los edificios dándole un matiz diferente, policromo.
Guayaquil muestra otro rostro. El del nervio comercial y pujante del día se transforma, en la noche, en el espacio para la diversión y alegría. Todo ello matizado en la modernidad que ofrecen sus edificios y avenidas que se conjugan, en alegre sincretismo, con la belleza tradicional de sus monumentos y plazas, guardianes de su rica historia.
La ciudad del astillero está de fiesta. Desde Las Peñas hasta los guasmos y desde el ancho río hasta el barrio Garay, pasando por el Estero Salado se vive y celebran sus fiestas julianas y, como en un solo puño, todos los que en ella viven se funden para recordar su fundación que se gestó en el entonces Cerrito Verde, ahora el cerro Santa Ana, hace 482 años.
Sus habitantes, nacidos y residentes, se yerguen altivos y orgullosos de ser parte de una urbe que con el empuje y trabajo encaminan su inexorable y acelerada ruta al progreso y bienestar. (I)