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Una investigación de enrique muñoz larrea reveló que hubo 3 horas de enfrentamientos y 28 muertos

La Revolución de Guayaquil

La Revolución de Guayaquil
18 de octubre de 2015 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

El 9 de octubre de 1820 es una fecha fundamental en la historia de Ecuador porque allí comienza la etapa final de su proceso independentista, cuyo episodio inicial es el 10 de agosto de 1809, y final, el 24 de mayo de 1822.

Once años separan la autonomista Revolución de Quito y la independentista Revolución de Guayaquil, en un lapso marcado por la guerra y el predominio del acontecimiento. El acontecimiento -que se desarrolla en el tiempo corto- se explica en relación a las coyunturas (tiempo medio) y las estructuras (larga duración). Pero no nos referimos al tiempo cronológico, sino al tiempo social; pues en la realidad social no hay leyes universales, sino tendencias que se manifiestan bajo diversos escenarios y circunstancias.     

Esta explicación es necesaria porque, aunque parezca contradictorio, la historia de las independencias en América Latina se ha escrito más desde la ideología política que desde la historia. La ideología del nacionalismo ha impregnado todos los relatos del pasado relacionados con la construcción de las naciones modernas, pues la independencia es el tópico al que siempre se vuelve porque constituye el mito fundacional por excelencia, el proceso de mayor envergadura para la vida de una nación, el cual determinará el surgimiento de un panteón de héroes –y muy pocas heroínas, dicho sea de paso-, cuyos nombres aparecerán repetidos, a modo de letanía, en los textos de ‘historia patria’.

Sobre la independencia de Guayaquil se ha dicho bastante: algunas cosas inventadas, otras exageradas y unas pocas ciertas. No hace mucho se creía que había sido una revolución pacífica, sin gota de sangre derramada, excepto el episodio del oficial Joaquín Magallar, quien murió en un intercambio de balas con los amotinados. Pero una pesquisa documental en el Archivo General Militar de Segovia (España), por parte del historiador Enrique Muñoz Larrea, cambió por completo el relato historiográfico. El investigador ecuatoriano descubrió un informe del capitán español Ramón Martínez de Campos, quien intervino en los sucesos del 9 de octubre de 1820 y narró a sus superiores que el cambio de autoridades había dejado alrededor de 28 muertos, luego de una encarnizada lucha de tres horas en las calles de Guayaquil.

Quedan sueltas, sin embargo, algunas preguntas. La principal de ellas sería: ¿por qué en las fuentes ‘oficiales’ de la independencia de Guayaquil jamás se habló del enfrentamiento armado? Difícil saberlo, tratándose de una ciudad tan pequeña, la cual, según las estimaciones, no tendría entonces más de 20.000 habitantes.

Lo anterior se corrobora en los tres relatos ‘canónicos’ de la independencia porteña: Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la Provincia de Guayaquil, desde 1813 hasta 1824, incluso, de José de Villamil; Reseña de los acontecimientos políticos y militares del Departamento de Guayaquil desde 1810 hasta 1823, de J. M. Fajardo y Recuerdos históricos de la emancipación política del Ecuador y del 9 de octubre de 1820, de Juan Emilio Roca.

En la parte esencial del escrito de Villamil se habla de la fiesta que el 1 de octubre dio el marino luisianés junto a su esposa, en homenaje a esa “preciosa niña de trece años” que era Isabelita Morlás, hija de Pedro Morlás, Tesorero Real. En medio del sarao, algunos invitados se dirigieron a un espacio íntimo donde se celebró la mítica reunión conspirativa que se dio en llamar la ‘Fragua de Vulcano’. Allí se repartieron las misiones y los comprometidos juraron avanzar hasta las últimas consecuencias.

El 7 de octubre se reunieron nuevamente ante los rumores de que el gobernador Pascual Vivero conocía del complot. Allí, según cuenta Villamil, se ventiló la posible estrategia: “Se propuso precipitar la revolución. Me opuse, alegando que nada sabíamos de la expedición que se aguardaba en Chile a las órdenes del general San Martín. Que nada sabíamos del general Bolívar; que el Perú estaba contenido por veinte y dos mil veteranos que acababa de ver: Quito y Pasto por seis mil: que aunque el triunfo de la revolución fuese completo, podía ser muy precario y que parecía más prudente y tal vez conveniente a la misma revolución esperar hasta saber algo que nos autorizara a emprender con alguna probabilidad de suceso decisivo, supuesto que teníamos motivos para no temer que el Gobernador procediera por un simple denuncio que con facilidad podíamos desvirtuar” (Villamil, Reseña, 1863).

Pero la opinión del capitán venezolano León de Febres Cordero, quien había llegado días antes al puerto con el batallón Numancia, se impuso con firmeza: “¿Cuál es el mérito -dijo- que contraeremos nosotros, con asociarnos a la revolución, después del triunfo de los generales Bolívar y San Martín?”.

Hay que entender cuáles fueron las condiciones y motivaciones políticas, económicas y militares que rodearon al 9 de octubre de 1820.  Para esa fecha, Venezuela hace rato que era independiente, al igual que Chile, las Provincias Unidas del Río de la Plata y buena parte de Colombia. Por ello, la ruptura de Guayaquil no fue aventurada, aunque había mucha cautela respecto de lo que ocurría en el sur, pues no se sabía que el 8 de septiembre de 1820, el general José de San Martín había desembarcado en Paracas, al sur de Lima, lo que marcaría el inicio de la campaña de liberación de Perú.

La salida que dio Febres Cordero fue, sin duda, acertada y en poco tiempo se convirtió en el líder de la revolución, frente a la ausencia del poeta Olmedo, quien aparentemente no intervino porque se hallaba vigilado por las autoridades españolas.  

Llegó el 9 de octubre y por el levante la aurora clareó más que nunca. Los rebeldes arrestaron a ciertas autoridades y se tomaron cuarteles. Cuando les preguntaron “¿quién vive?”, los independentistas respondieron: “¡La patria y América libre!”, y empezó la balacera. Cuando cesó el feroz enfrentamiento que penosamente dejó víctimas, cuenta Villamil que Febres Cordero fue hacia él, se abrazaron y con lágrimas en los ojos, le dijo emocionado: “Mire Ud. al Sol del Sud de Colombia”, anticipándose a lo que sería la anexión de Guayaquil a Colombia, en julio de 1822.

La independencia de Guayaquil estampó la huella de los postulados libertarios de la Revolución Francesa (1789), lo que se hizo palpable cuando el 11 de noviembre de 1820 se promulgó el Reglamento de la Provincia Libre de Guayaquil, que en uno de sus artículos decía: “El comercio será libre, por mar y tierra, con todos los pueblos que no se opongan a la forma libre de nuestro gobierno”.

La necesidad de establecer el libre comercio y así ganar mercados para el cacao guayaquileño fue la causa principal de la revolución. Una élite de terratenientes se había conformado desde la segunda mitad del siglo XVIII, a partir del llamado ‘primer boom cacaotero’. A pesar de que las políticas económicas de los Borbones fomentaban el comercio entre las colonias españolas, Guayaquil resentía de las imposiciones del Consulado de Comercio de Lima. Por ello, en 1820, la vía independentista fue la alternativa que se esgrimió, de manera radical, para asegurar la economía de la ciudad-región.

El proyecto republicano de la ciudad-estado duró dos años (1820-1822), hasta que el carisma de Bolívar y un triunfante ejército libertador comandado por Sucre, luego de su victoria en el Pichincha, convenció a los guayaquileños de que era posible un futuro colombiano. En ese lapso, Guayaquil no solo demostró que podía gobernarse sola, pues era más que “una ciudad y un río” (la antigua provincia de Guayaquil ocupaba toda la actual Costa del Ecuador, excepto Esmeraldas), sino que era capaz de entregar generosamente su contribución a la independencia de los pueblos hermanos, cuando en el mismo 1820 se formó la División Protectora de Quito con tropas guayaquileñas, las que franquearon la cordillera de los Andes y al grito de “¡Guayaquil por la patria!”, soñaron una América libre e independiente del dominio español. (O)

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