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Ecuador, 19 de Enero de 2025
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La Municipalidad de Guayaquil y la cultura popular (1890-1920)

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Si repasamos el cuerpo de ordenanzas municipales de Guayaquil, entre 1890 y 1920, observamos cómo se regulan los más variados aspectos de la sociabilidad popular, desde el control de las actividades comerciales hasta la “limpieza social” de trabajadores informales en el centro de la ciudad, especialmente vendedores de zapatos y los que trabajan en kioskos y caramancheles.1 Otro espacio de la urbe que se intenta desaparecer es el suburbio de balsas viviendas que se concentra al pie del río, prohibiéndose “formar puestos de ventas sobre el muro del Malecón, así como fuera de las embarcaciones”.2 Estas medidas buscaban precautelar el ornato público y evitar la aglomeración de comerciantes informales en la ciudad, pues su abigarrada presencia contradecía el afán ordenador de las élites municipales, introduciendo el “desorden” y el “caos”.

En el análisis de los aspectos simbólicos y materiales que estructuran la ciudad que emerge luego del “incendio grande” de 1896, no podemos desconocer la sinergia ideológica entre las nociones de orden y progreso. En el despliegue de la modernidad como proyecto civilizatorio y particularmente en el ámbito de la modernización socioeconómica, las élites locales apelarán a esa divisa de doble faz para emprender políticas de control del espacio público –con la correspondiente domesticación de los espacios y las personas–, por la vía de la racionalización urbanística.

Así, por ejemplo, se destinaron solares y otros espacios para vendedores ambulantes en barrios periféricos de la ciudad (1913) 3 y se segmentaron ramos del comercio como el de los vendedores de calzado, a quienes se los reubicó en “la segunda cuadra de la calle Clemente Ballén” (1908).4

Es posible que esta reordenación espacial derivara en una domesticación de los transeúntes urbanos populares en la ciudad de Olmedo, especialmente por las limitaciones que se establecieron sobre el uso del espacio público en parques, avenidas y paseos.

En 1895, el Concejo Cantonal expidió un “reglamento” del céntrico Parque Seminario,5 terreno donado por los hijos de Miguel Suárez Seminario, el que incluía la disposición de permitir la entrada al parque, únicamente, a las personas “que estén decentemente vestidas y calzadas”;6 además, se prohibía la entrada a los ebrios y andar en bicicleta. Tampoco podían “acostarse en los bancos o en la glorieta”, “transitar por los lugares no pavimentados”, “situar mesas o puestos de ventas de frutas, dulces, comidas o licores” y “toda reunión popular,7 desorden, algazara o corrillo que mortifique u ofenda a los paseantes o la moral”.8

La ciudad deseada y proyectada por las élites municipales del puerto era, entonces, el asiento de la oligarquía y de las “familias conocidas”. En el caso de la zona céntrica, esos sitios públicos se reservaban para la utilización de un nuevo prototipo de ciudadano: el paseante, despreocupado “flaneur” que, a la usanza de París, recorría la ciudad en busca de bulevares, paseos y pasajes, con el fin de expandir su individualidad y agudizar su talante de “observador incógnito”,9 resguardando su anonimato entre el gentío urbano. 

Pero Guayaquil no era París y ni siquiera se asemejaba a las grandes ciudades latinoamericanas de la época (México, Buenos Aires, Lima), aunque sus élites políticas, económicas y culturales soñaban con trasplantar los valores del ethos moderno a la cuenca del Guayas.

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