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Debemos tener en cuenta que en el siglo XVI se cuestionó profundamente el poder del Papa y de la Iglesia Católica

La imposición del orden colonial español (siglo XVI)

La imposición del orden colonial español (siglo XVI)
27 de febrero de 2016 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

El orden colonial que se establece, a partir de 1569, con el advenimiento del gobierno del virrey Francisco de Toledo en Perú, durante el reinado de Felipe II, se caracteriza por un acendrado esfuerzo en sentar las bases de un sistema político estable, que garantice la consolidación del dominio español y el fortalecimiento del aparato estatal, con el fin de arrebatarle “el poder político a las fuerzas locales que desafiando el orden imperante, habían actuado con intenciones separatistas”, en referencia a las luchas intestinas entre encomenderos, caciques y funcionarios que habían durado veinte años, entre 1530 y 1550. A esto se suma la creación de nuevas instituciones en el tejido político colonial, como el título de corregidor y las reducciones de indios, destinadas a asegurar el control sobre las gentes y los territorios, en el contexto de los derechos  otorgados por el papado a la corona española, para la evangelización de las Indias Occidentales, según la bula alejandrina, de 1493.

A partir de ese momento se debatirá en el mundo hispánico sobre la naturaleza de la sociedad, cultura y organización política indiana, lo que llevará a posiciones encontradas como las que mantuvieron los humanistas Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda.

Debemos tener en cuenta que en el siglo XVI se cuestionó profundamente el poder del Papa y de la Iglesia Católica, con la crítica a las indulgencias que hizo el religioso alemán Martín Lutero. La amplia difusión que tuvo el luteranismo y el calvinismo en Europa aceleró procesos de reforma al interior del catolicismo, que se definieron en el Concilio de Trento (1545-1568). A su vez, las reformas tridentinas se difundieron en el medio andino, a partir de los Concilios Limenses (1552, 1567, 1582) y los Sínodos Quitenses (1570, 1594-1596).

El trasfondo ideológico del “gran debate” de Las Casas-Sepúlveda y la materia ventilada en los concilios, gira en torno a la condición política y cultural de los indígenas y la legitimidad de una “guerra justa” que en el caso de los defensores de la invasión española, estaba plenamente justificada por la naturaleza “bárbara” de los naturales, considerados “infieles” al momento de rechazar el cristianismo. Los defensores de los indios -como Las Casas-, por su parte, justificaban el desconocimiento de Dios, en su condición de “paganos”, al tiempo que condenaban las tropelías de los españoles, particularmente de los encomenderos.

Si bien la tesis de Las Casas tuvo seguidores, los vaivenes de la campaña emprendida por el imperio español motivaron que la posición contraria ganara, con el paso del tiempo, mayores adeptos. El virrey Francisco de Toledo fue uno de esos convencidos sobre la importancia de imponer la autoridad en los “nuevos” territorios y contrarrestar las tendencias desintegradoras.

Políticas evangelizadoras

En los siguientes años, sus sucesores continuaron en esa línea de acción, que se reflejó en las políticas de reducción de las parcialidades indígenas, lo que trajo como consecuencia la desestructuración de las comunidades tradicionales y la disolución de la “micro verticalidad” como sistema de organización socioespacial.

Las políticas evangelizadoras estuvieron ligadas a las prácticas de extirpación de idolatrías, que en el caso de los Andes fueron intensas, por la gran cantidad de grupos étnicos que se acomodaron de diversas maneras a los estímulos del mundo exterior: unas veces, adoptando ciertos usos y prácticas, otras, negociando su capital cultural, o resistiendo al embate de la violencia física y simbólica de los invasores.

Uno de los puntos álgidos fue la persecución de las idolatrías y herejías, ante lo cual, el Segundo Concilio Limense prescribió que “en las fiestas del corpus xpi [Corpus Cristi] y en otras, se recaten mucho los curas y miren que los indios, fingiendo hacer fiestas de xpianos [cristianos], no adoren ocultamente a sus ídolos y hagan otros ritos, como acaece”. Seguramente, por ello, en las Ordenanzas guayaquileñas de 1590 se manda “que las fiestas propias de la ciudad se hagan con la mayor solemnidad posible” (artículo 64).

Derivado de lo anterior, el mismo concilio limense había advertido sobre las borracheras de los indios para hacer “taquies” y cometer pecados de infidelidad. Por ello, en las ordenanzas de las ciudades españolas del siglo XVI se reglamenta la actividad de los indios en las calles y plazas, limitando su libre tránsito durante los días de fiesta religiosa, como se dio en el caso del puerto de Guayaquil.

Asimismo, la disposición concerniente a impedir la confusión de negros e indios que aparece en las ordenanzas está basada en los sínodos quitenses, que literalmente disponían que: “Todos los Curas de Indios tendrán particular cuidado, por la vía que más convenga, de no dar lugar que los negros, ni mestizos, ni otras mixturas vivan entre los indios, haciéndoles que se vayan a los pueblos de españoles, reconociéndolos a sus curas y parroquias para que los instruyen y enseñen a ser buenos cristianos”. En el mismo sentido deben interpretarse las medidas para que los españoles y mestizos no vendan chicha ni vino a indios y negros, con el fin de preservar el orden establecido.

De esta forma comprobamos cómo se ejecutaban, en las ciudades de las Indias Occidentales, las resoluciones emanadas del derecho canónico, las mismas que respondían al afán de desarraigar toda huella de “paganismo” o “barbarie” entre aquellos que no eran españoles.

[1] Diana Bonnett Vélez, “Las reformas de la época Toledana (1569-1581): economía, sociedad, política, cultura y mentalidades”, en Manuel Burga (ed.), Historia de América Andina, Vol. 2, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, 2000, p. 101.

2 Hugo Burgos Guevara, Primeras doctrinas en la Real Audiencia de Quito 1570-1640, Quito, Ediciones Abya-Yala, 1995, p. 444.

3 Ibídem, p. 447.

4 Ibídem, p. 479.

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