La Elvira Leonor es el lugar donde se acaba la esperanza
Por el camino polvoriento se percibe el silencio y la desolación. Las laderas de los cerros están peladas o cubiertas por ralos arbustos. Casi no hay color verde. Lo más verde es el uniforme de los militares que tienen un campamento en Elvira Leonor, cooperativa de vivienda Marcos Solís, al noroeste de Guayaquil.
El polvo que se adhiere a los zapatos y a la ropa en minutos se hace una costra. El viento sopla y con él llega el murmullo de voces infantiles. Proviene de la escuela. Ese es el signo más palpable de que la vida todavía es posible en este lugar.
Un hombre se acerca en compañía de un perro negro. Saluda con firmeza pero desconfiando. Jorge Rodríguez tiene 47 años, aunque aparenta menos. Su cabeza está cubierta por una gorra de los Chicago Bulls, equipo de basquetbol de Estados Unidos. No es ni flaco ni gordo, tampoco alto.
Viste camiseta que hace juego con el perro, pantalón gastado, agujereado y con manchas de pintura; y zapatos de caucho que algún día fueron blancos. No lleva medias. Cuando se le pregunta cómo es la vida en ese lugar, Rodríguez descarga sus palabras con angustia. “Aquí es lo último. Aquí no tenemos agua. Estamos abandonados. Las pocas personas que estamos no tenemos a dónde ir.
Soportamos la última pobreza. Y sin embargo, nosotros dejamos de trabajar porque por ahí hemos tenido nuestras casitas -indica con el dedo un punto lejano-, no podemos dejarlas porque entran batracios a violar y matar. Es una cosa insoportable. Parece que estamos en la selva, desprotegidos, porque los señores que están ahí –señala hacia el campamento militar- no tienen autorización para salir, para poner un pie fuera de sus oficinas. Los pocos compañeros que somos, tenemos que hacer guardia porque no tenemos apoyo de nadie”.
Explica que los problemas se agravaron con los desalojos realizados en enero 2011 por policías y militares. Una acción del gobierno para frenar el tráfico de tierras que en Guayaquil llega a límites dantescos. “Nos han dado dos años hasta que estén las villas de la Victoria, pero no hay un sí porque todavía no están construyendo. No tenemos esperanza de nada”.
El sol cae y quema la piel. Este viernes es como cualquier día en la vida de Rodríguez. Camina hacia un pozo en donde consigue agua. El líquido huele a descompuesto y tiene un color plomizo. “Esta es el agua que sacamos para poder sobrevivir. Contaminada. Si nuestros hijos se enferman tenemos que hacer como los antiguos y buscar yerbitas para calmarlos. No hay carro. No hay nada”. Sus pasos resuenan en la tierra. “Yo vendo sandía en la calle, pero no puedo salir. Mis hijos estudian en ese campamento”.
Apenas siete casas se mantienen en pie. Siete familias viven en el sector. Siete hogares. “Esto era poblado, pero como dio la autorización el Presidente casi no queda nadie. Queremos que alguna institución se apiade de nosotros. No hay nadie que nos pueda dar la mano. Por más que nosotros pedimos a los señores militares y a los policías no nos hacen caso. ¡Que ellos no tienen nada que hacer! ¡Que tenemos que salir! ¿Pero a dónde? Si somos los únicos sobrevivientes y no tenemos a dónde ir”.
No hay tiendas. No hay víveres. No hay farmacias. “Ahorita me voy para afuera a comprar un hueso para el almuerzo. Tengo que ir a pie, caminar una hora. Una vez me tocó sacar a mi hijo a las siete de la noche al hospital Guayaquil, en brazos porque si no se moría aquí mismo. Entonces yo digo, ¿en dónde están tantas fundaciones. Tanta gente que quiere apoyar? Aquí hay mucha violencia. Somos cuatro varones que hacemos guardia. No dejamos entrar a nadie. Nos ponemos alerta porque cualquiera de nosotros puede amanecer tieso”.
Rodríguez llegó a este lugar porque un día tuvo un sueño: conseguir una casa para sus hijos; tiene cinco, una mujer y cuatro varones. Relata que nunca pensó que ese sueño iba a ser algo tan terrible. Para el invierno el lugar se convierte en un culebrero, en una madriguera de alacranes. Tiene que andar machete en mano para evitar que las culebras ataquen a sus hijos mientras ellos duermen.
Antes vivía pagando alquiler en el suburbio. La familia creció y le tocó buscar un lugar propio porque no le alcanzaba para el arriendo y alimentar a los niños. La elección fue una obligación. Admite que le dieron facilidades de pago para vivir en Elvira Leonor.
Las casas no tienen medidor de luz, pero hay cables de electricidad y pequeñas bombillas alumbran aún de día. Con la voz gastada cuelga una súplica: “Espero que el Intendente o el Gobernador que están viendo esta situación se apiaden de nuestros hijos. Que vengan a pasar una noche aquí para que vean lo duro que es. Esto es de terror. Es como estar en una prisión. Necesitamos ver si nos pueden reubicar porque nosotros somos personas humanas que estamos ahorita infrahumanas. ¿Dónde está el apoyo?”.
Al acercarse a su casa se escucha música cristiana a gran volumen. La vivienda es una construcción de caña remendada con madera que está al nivel del suelo, tiene una sola ventana de donde cuelga una jaula con un perico; el techo lo componen unas hojas de metal. Es un cuarto pequeño sin divisiones, tiene la dimensión de un dormitorio de una casa de clase media.
La tierra apisonada está cubierta con caña, ese es el piso. Dentro, lo primero que se observa es un cilindro de gas y una cocina plateada de seis hornillas; sobre ella descansan los restos del desayuno: una olla con café, otra con trozos de verduras y arroz; y una sartén con un pedazo de verde frito.
Del lado derecho está la refrigeradora. Al fondo hay un televisor y un DVD. Hacia la izquierda está una cama de plaza y media; al frente hay una litera de metal compuesta por una cama de una plaza en la parte superior, y otra de plaza y media en la parte inferior; en esas tres camas duermen su mujer y sus cinco hijos. Ni siquiera hay un pozo séptico.
Él cuenta que apenas duerme dos horas por la obligación de vigilar.
“Esta es mi casita. Es duro”, dice Rodríguez. De pronto calla. El silencio se instala como un cómplice que sabe sus secretos. Las lágrimas pueblan sus ojos. No hay palabras para describir el llanto de este hombre. “Esta es la pobreza que no se la deseo a nadie”, suelta con la voz remendada. “Como padre de familia simplemente con humildad me toca estar aquí por mis hijos. Nosotros estamos afuera de la gente.
A veces no tenemos ni para comer. Andamos recogiendo palitos (madera) para vender. Antes de que nos sacaran vivíamos mejor. Ahora ni siquiera una institución del gobierno viene acá más que sea a regalarnos una pastillita para nuestros hijos. Casi somos cero”.
Unos pollos raquíticos picotean la tierra, escarban en busca de alimento. Rodríguez dice que sus hijos a veces se quieren comer al perico. Nelly Ayoví, su mujer, una afro de 34 años, se aleja porque prefiere callar su indignación.
En el descampado se observan los rastros donde estuvieron las casas, los hogares. Palos azotados por el sol. Vigas de madera tiradas en el suelo. Pilares de cemento que yacen entre la hierba. Un revoltillo de bloques y ladrillos se pudren en la inmensidad de la desolada estepa.