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El "infiernillo" de Guayaquil

El "infiernillo" de Guayaquil
18 de junio de 2013 - 00:00 - Mario Rodríguez Medina

Es inevitable. Al hablar con alguien acerca de los años 20, es como si sus historias fuesen contadas en blanco y negro. Esto sucede al escuchar a Jorge Medina, quien tiene 92 años y recuerda lo que fue su niñez en las calles Manuel Matheus y Loja, centro de Guayaquil.

Era la época en que la urbe se dividía en las que bien pueden ser descritas como minihaciendas y varios caseríos, cuando las calles eran escasas y los carros, a los que se les daba cuerda con una manivela, se veían escasamente.

Los sombreros de estilo tostada estaban de moda y era inconcebible que una mujer anduviese sola por la calle. Eran los años de la elegancia, donde los caballeros llevaban sus mejores trajes y las damas usaban vestidos que  llegaban hasta los tobillos y  cubrían todo el pecho.

El aire era más puro, el agua del estero cristalina, a tal punto que “se podía ver hasta el fondo, había camarones y una gran variedad de peces”, como cuenta Jorge. Había criaderos de gallinas, potreros, pateras, se criaba ganado en la calle Boyacá... el transporte público era jalado por burros y el tranvía hacía su aparición.

“Los ladrones de esa época eran ‘elegantes’, no maltrataban a sus víctimas y ayudaban a los más pobres”
Jorge Medina
Morador de los alrededores de la cárcel
Esa es la época de la cárcel municipal. Esta fue la primera edificación en Guayaquil construida con cemento, que fue importado desde Italia. Se inauguró en 1907 y desde allí ha sufrido algunas variaciones, aunque no significativas en su estructura original. Dejó de funcionar a mediados de los 70 y en la actualidad está abandonada.

De la vieja cárcel de los años 20 y su entorno, Medina comentó que la calle Julián Coronel, que se mantiene hasta la actualidad, era conocida como la “Calle del Dolor”. “Esa parte de Guayaquil era media lúgubre, ya que empezaba con la Comisaría, luego venía la cárcel, seguía el hospital Luis Vernaza y después el hospital Calixto Romero (para personas con tuberculosis). De ahí estaba el anfiteatro, luego el cementerio de los protestantes y por último el cementerio general”.

De aquella época, Medina destacó que los ladrones eran “elegantes”. De esos delincuentes, este hombre, que en su etapa laboral fue maestro constructor, recuerda al “Águila Quiteña”. “Un ratero con clase, que  tenía dedos de seda”.

Jorge, quien a su edad recuerda los detalles de sus primeros años con gran precisión, indicó que este asaltante viajaba en tren desde Quito a Guayaquil,  robaba y  luego  regresaba a su ciudad. “Una vez cogieron al ‘Águila Quiteña’ y lo llevaron a la Comisaría. En plena audiencia el comisario se dio cuenta de que no tenía su billetera. Nadie sabía qué había pasado, cuando de pronto el ‘Águila Quiteña’ se sacó la billetera de la pretina del pantalón. Por eso se ganó una golpiza, pero a su vez lo respetaron más”.

“En la cárcel estuvo el ‘Negro Arroyo’,  que infundía miedo por su gran tamaño”
Hipólito Cornejo
Hijo de un guía del reclusorio

Otro de los ladrones de renombre en la época era el “Águila Vinceña”. La historia es la misma: cuando quería robar, este riosense viajaba desde Vinces, cometía sus delitos y volvía a su tierra. “Eran muy rápidos. Cuando se escapaban de la cárcel los veíamos correr como venados. Se perdían en la patera, se metían al estero o a una laguna que quedaba por la calle Padre Aguirre y no había quién los encuentre”.

Medina, cabeza de familia de 10 hijos (uno fallecido), 26 nietos, alrededor de 40 bisnietos (ya perdió la cuenta) y un tataranieto, comentó que junto a la casa en la que creció, ubicada en las calles Manuel Matheus y Loja (a escasas cuadras de la vieja cárcel), vivían cuatro hermanos, todos eran ladrones. “Ellos robaban, eran buenos estruchadores. Ellos mismos contaban que se iban a los comercios en las tardes y analizaban toda la situación para luego, en la madrugada, meterse y cogerse lo que más podían. No era mucho, ya que andaban a pie”.

Medina dijo que el barrio, en más de una ocasión, dio su apoyo a los hermanos ladrones. “Ellos le robaban a gente rica, que vivía por las calles Luque y Boyacá. De lo que robaban repartían a la gente del barrio. Por eso los vecinos los protegían”.

“En ese lugar, quienes estaban presos tenían que hacer sus necesidades en la celda y dormir sobre ellas”
Rafael Carchi
Visitó en varias ocasiones la cárcel

Respecto a los robos a domicilio, Jorge indicó: “Cuando entraban a una casa no hacían bulla. Se cogían todas las alhajas, todo lo que había en la mesita de noche, todo lo que había en el cuarto y los dueños de casa nunca se despertaban. Nunca golpeaban a nadie. Los ladrones de antes eran como águilas para robar y ‘respetaban’ a todos”.

De los años 30 y 40, don Jorge resaltó que los policías eran corruptos. “En las madrugadas, los agentes soltaban a los mejores ladrones de la cárcel para que salieran a robar. Se repartían las ganancias y los pillos volvían a la cárcel. Esos delincuentes eran los más atendidos. Les daban de comer gallina y tenían las mejores celdas”.

“Infiernillo”,  “Comemuertos” y el “Negro Arroyo”

El espacio más recordado de la cárcel para Hipólito Cornejo, hombre de 78 años, era el “infiernillo”. Este era un lúgubre corredor de castigo, en el que había 20 celdas (10 con ventana y otras 10 sin ventilación), las cuales servían como lugar de castigo para quienes tenían un mal comportamiento, ya sea con guías o con otros presos.

“Al principio las celdas de castigo no eran tan incómodas, pero cuando hubo más gente, eso era el infierno, de ahí que la gente le puso el ‘infiernillo’, porque la situación era deplorable”, explicó Cornejo, quien visitaba constantemente la cárcel debido a que su padre, Alejandro Cornejo, era integrante de la Policía Municipal, conocidos en aquella época como los “robaburros”.

Entre los presos que recuerda, Hipólito está el “Comemuertos”. “Ese hombre estaba loco. Se metía de noche en el cementerio, abría las tumbas y se robaba la ropa de los muertos”.

Otro de los mencionados por Cornejo es el “Negro Arroyo”, un hombre de raza negra, grande, quien después de estar preso fue guardaespaldas del presidente Carlos Arroyo del Río (mandatario desde 1940 a 1944). “Nadie se metía con él, era un hombre que infundía miedo por su gran estatura”.

Un sitio deplorable para quienes caían presos

Cuando los años fueron transcurriendo, en las décadas de los 50 y 60, la situación carcelaria se volvió un caos. El hacinamiento era bárbaro. La cárcel municipal tenía capacidad para 150 reos, pero en su mayor crisis hubo 1.000 personas.

Los reclusos dormían en grandes grupos y hacían sus necesidades fisiológicas en sus propias celdas. Determinaban un área para las heces fecales y orinaban en un rincón, pero de igual forma el orine se rodaba y los presos terminaban durmiendo sobre toda esa inmundicia, detalló Rafael Carchi, quien en la década de los 60 iba a visitar a un gran amigo que cayó preso y pudo ver la situación interna del lugar.

En la actualidad, aquella cárcel de la “Calle del Dolor”  está abandonada y destruida, pero en sus “buenos tiempos” tuvo como huéspedes en sus instalaciones a los más “ilustres” ladrones de Guayaquil.

Quienes viven en sus alrededores, aseguran que allí penan, ya que, según las propias palabras de un habitante del sector: “Los que  murieron ahí nunca se irán. Siempre seguirán presos”.

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