Joel, el peluquero que impuso su estilo desde los años 70
Había terminado la escuela pero las urgencias económicas le impidieron a su padre financiar sus estudios en el colegio. Eso lo obligó a abandonar la humilde parroquia Borrero, en Azogues, capital de la provincia del Cañar, para buscar otros rumbos en la gran ciudad, a donde llegó con 14 años y acompañado por Homero, uno de sus 2 hermanos mayores que ya estaban residiendo en Guayaquil. “Fue duro para mí, me acuerdo de que el puente de la Unidad Nacional todavía no se había terminado y nos dijeron: ‘bueno señores, llegamos en carro y ahora sí a la gabarra’. Yo veía tremendo río y me preguntaba si era verdad que llegaríamos”, recordó Joel Pinos, quien arribó en 1968 a Guayaquil.
Luego se dirigieron a la casa de Nelson, el mayor de los hermanos Pinos. Era una vivienda de construcción mixta ubicada en las calles Chimborazo y Cuenca, donde su cuñada los invitó a almorzar un cebiche de camarón. “Yo nunca en mi vida había visto un cebiche de camarón”. El objetivo medular del viaje era ayudar a sus padres que ya no tenían para los gastos básicos, a veces ni para la comida: “mi papá trabajaba 6 meses en el ingenio San Carlos y los siguientes 6 meses lo mandaban a la casa, entonces no había ingresos, por eso vine”.
Ya instalado empezó a aprender el oficio porque abajo de la vivienda su tío, Octavio Avendaño, tenía una peluquería donde sus hermanos aprendieron a cortar el cabello.
“Después Nelson compró el negocio y de ahí durante 2 meses me pasé clavado viendo cómo hacía porque así se aprendía en esa época, mirando lo que estaban haciendo y de vez en cuando sacando filo a las tijeras y navajas”, narra.
No fue una imposición de los clientes sino de su conciencia. Dos meses después su hermano le dijo: “bueno pues, ya es hora de que te lances”, y lo hizo un día a las 18:00 cuando llegó un joven al que le advirtió que le iba a cortar gratis.
“Mi hermano dijo que le había quedado bien y el cliente salió satisfecho, yo estaba contento porque me di cuenta de que podía hacer bien mi trabajo. No le cobré porque estaba aprendiendo, le corté 6 veces gratis”. Luego empezó a afeitar. Un señor salió beneficiado por algunos meses: “le hice la barba 50 veces gratis porque mi interés era practicar”. Meses más tarde se quedó trabajando solo.
“Entonces ya me gustó porque empecé a ganar dinero y a ayudar a mis papás. No puedo decir que la vida ha sido tan dura, pero este oficio demanda de mucha fortaleza porque se trabaja de pie”. (I)