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Ecuador, 27 de Diciembre de 2024
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Huérfanos a la fuerza, un drama de los cañarenses

El camino que conduce hacia la comunidad de Chillo, parroquia rural del cantón Cañar, se torna en un verdadero reto para los pocos conductores y los muchos transeúntes que se animan a recorrer las enlodadas vías de acceso.

Centenares de estudiantes no tienen otra opción que transitarlas, a pesar de los peligros y el intenso frío que aumenta cruelmente con el ascenso hacia las colinas, donde  están ubicados, la mayoría de hogares. Este es el itinerario que de lunes a viernes los hermanos Rosa y Carlos Pinguil, de 11 y 9 años respectivamente, tienen que cumplir cuando, a las 12:30, salen de clases de la escuela Rigoberto Navas.

5-6-11-actualidad-escuela-fiscal-mixta-rigoberto-navasLes toma cerca de una hora y más de 5 kilómetros llegar hasta su casa, en donde conviven con su abuela paterna, dos de sus tíos y siete primos. Sus padres abandonaron su natal Chillo hace siete años. Rosa, a diferencia de Carlos, tiene un vago recuerdo de ellos, pero no le agrada hablar sobre su situación  en el extranjero. Prefiere volcar sus esfuerzos, ni bien deja su mochila, a los varios quehaceres del hogar. Es hora de servirle la comida a su hermano, para luego acompañar a su tía a lavar la ropa y, en la noche, preparar la merienda para todos sus familiares.

Ella, al igual que su hermano, forma  parte de las cifras recogidas por el estudio realizado por el Observatorio de los Derechos de la Niñez y Adolescencia (ODNA) y apoyado por la organización Plan Internacional, que estima que cerca de 8.000 infantes de este cantón tienen a uno o a sus dos padres en otro país. El mismo informe revela que, debido a la ola migratoria que se acentúo desde el 2000, la población de Cañar se redujo de 120.000 habitantes a 60.000 por el éxodo hacia Norteamérica y Europa. Sin embargo, estas cifras no concuerdan con las presentadas en otro estudio publicado por ODNA, en 2008,  en el que se asegura que el número de cañarenses que dejó el país es de solo 6.000 personas.

Problemas sociales se palpan tras una década de éxodo

Pero más allá de las estadísticas, “el problema social es cada vez peor, sobre todo para los niños”, asegura Luis Ortega, director de la escuela en donde estudian los hermanos Pinguil. El educador se sobrecoge cada vez que intenta explicar “los malabares” que tiene que hacer junto con su equipo de maestros para “darles cariño a estos niños que no tienen a sus padres”. A veces hacemos que los alumnos escriban cartas sobre lo que sienten y te desgarra el alma leer que un niño de 8 años redacte que quisiera morirse, pero conociendo a su papá y a su mamá, a quienes solo ha visto en fotos”, cuenta compungido el director de la unidad educativa Rigoberto Navas, de 340 estudiantes, de los cuales el 80% tiene  a sus familiares en el exterior.

El educador explica que es común que los alumnos tengan cuadros depresivos en plenas actividades, por lo cual han recurrido a un sicólogo del subcentro de Cañar para que cada cierto tiempo acuda a la unidad educativa y charle con los pequeños. Sin embargo, Ortega confiesa que esta medida resulta solo un parche ante el problema que diariamente soportan los estudiantes, sobre todo los que están en el rango entre los 8 y 11 años, aquella generación, la del siglo XXI,  que vino al mundo en el “boom” de la migración en el Ecuador cuando la economía se descalabró debido al feriado bancario y al cambio a la dolarización.

5-6-11-actualidad-ninios-en-caar02De las aulas al campo

Uno de los mayores problemas detectados en el informe de ODNA y Plan Internacional es que el 8%  de los jóvenes con padres emigrantes   deserta de la escuela o colegio. Esta cifra ha aumentado un 11% en el caso de los adolescentes, de los indígenas, de las familias que no reciben remesas y cuando la madre, en lugar del padre, es la que ha decidido viajar al extranjero para conseguir un trabajo.

Para los niños que siguen en las aulas, la situación se vuelve  más complicada debido a que una vez que culminan las clases deben sumarse a los trabajos que realizan los familiares o las personas que los cuidan, que generalmente, en Cañar, son trabajos agrícolas.

José Antonio Mainato, un delgado y vivaracho niño de 11 años, es uno de aquellos que debe cambiar el abrigo de la escuela por la vestimenta del trabajo. Luego de recorrer varios kilómetros llega hasta la casa de sus abuelos –quienes lo cuidan desde los dos años, cuando sus padres viajaron a EE.UU.-. Son las 14:00 y el hambre lo hace apresurar el paso, pero sus tutores no están ni cerca del fogón donde preparan los alimentos (rodeados de cuyes y ollas embarradas de hollín) ni en el incómodo cuarto lleno de imágenes de  cristos y de santos. “Me toca ir a donde unos tíos que trabajan más arriba en la colina. Déjeme cambiar de ropa, es que tengo que ponerme el suéter porque me toca ayudarlos a cortar madera”, dice el pequeño sin saber a qué hora probará un bocado.

El estudio de 2008 de ODNA demuestra que la emigración de los padres no termina necesariamente con el trabajo infantil. El 14% de los niños que tienen a sus progenitores en el exterior desarrolla algún trabajo, la mayoría son riesgosos y los horarios extensos. Pero esta cifra aumenta al incluirse  los quehaceres   del hogar que, por lo general, las niñas cumplen a diario.

Este es el caso de Ana Lucía Gimín, de 18 años, colegiala, esposa y madre de familia de un niño de dos años y medio. Entre el cultivo de papas y hortalizas, en un huerto ubicado junto a su casa, la aún adolescente debe darse tiempo para atender a sus cuatro hermanos, que están entre los 21 y 10 años, quienes estudian. “Mis padres nos dejaron hace cuatro años. Desde esa época tuve que encargarme de casi todo en la casa. Todo se complicó cuando salí embarazada de un compañero del colegio, que ahora es mi esposo”, relata la menor mientras tiene al frente un cerro interminable de ropa, sin perder de vista las ollas que echan  vapor… Es hora de servir el almuerzo para tres de sus cuatro hermanos.

Entre la soledad y la presión

Fue hace dos años. Sara Zaruma, estudiante de 10 años de la escuela Rigoberto Navas, recuerda pocos detalles de la partida de sus padres hacia los Estados Unidos. A pesar de que tenía la edad suficiente para memorizar esos instantes, no los trae al presente y los sortea sutilmente relatando cómo juega con su descomunal perro -de raza San Bernardo- que protege la entrada principal de su casa, en Chillo.

La vivienda -de tres pisos,  garaje para al menos tres vehículos, patio frontal y  trasero y más de cuatro cuartos- luce vacía cuando Sara llega de la escuela, a las 13:30. La única acompañante de la menor, desde 2009, es una empleada,  María Valbina,  joven rural indígena con poses citadinas, de  unos 25 años, quien en esta ocasión no se encuentra  debido a que, según le comentan a Sara unos vecinos, “salió a una reunión desde las 11:00”. “Tendré que esperarla porque yo no tengo llaves de mi casa”, dice la pequeña mientras se dirige a un sendero lodoso que conduce hasta la vivienda en la que habitan los familiares de Valbina.

Luego de más de cinco horas de espera, Sara aún no puede ingresar a su hogar y su preocupación crece al recordar que debe culminar una tarea que daba por hecha. Tiene que esperar hasta las 19:00 para al fin entrar.

La mañana siguiente presenta un sol a plenitud. En el interior de la casa, Sara se prepara para una nueva jornada en la escuela.

Sin embargo, Valbina le recrimina porque ha hablado sobre la situación de sus padres. Desde una ventana, en el segundo piso, la empleada vocifera a todo pulmón que “la niña está bien cuidada, se le dan todas las comidas (...) ¿Qué andan preguntando sobre sus padres? Ella es una niña y no sabe de lo que habla”.

A la exaltación de Valbina se suma una pareja de indígenas que asegura que son los padres de ésta. A la señora, de unos 60 años, es fácil detectarle la ira en los ojos. Afirma que Sara “es  bien cuidada” y que cuando su hija no está, “la niña va a mi casa para comer”. Mientras tanto el señor, con menos vehemencia, pregunta si esta investigación es dirigida por algún organismo de Derechos Humanos. “Porque tenga la seguridad de que nosotros no cometemos esa falta. Se lo juro, nosotros la tratamos bien. A veces tenemos que exigirle que se aplique, pero sin exageraciones”, dice el hombre que está notoriamente nervioso.

Sara no será vista en público en las próximas horas. Valbina y sus familiares se aseguran de esconderla en una de las varias habitaciones de la inmensa casa. “Esa es la vida de ellos. Solos y presionados por los pocos que los rodean”, asegura el director Luis Ortega.

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