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Guayaquil, ciudad sitiada

Guayaquil, ciudad sitiada
05 de febrero de 2013 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

PUERTO ADENTRO

En los últimos años, Guayaquil ha experimentado inéditos procesos de cambio sociocultural,  ligados a un proyecto de renovación urbana que ha sido calificado con el sospechoso mote de “regeneración”. Más de veinte años de imposición de una visión oligárquica de hacer ciudad, en Guayaquil se impuso una nueva socialidad caracterizada por algunos elementos que aquí apuntamos.  

En primer lugar, una reorganización del espacio urbano y de su uso público, principalmente en el centro, donde si bien se resolvió el problema de inseguridad en un malecón que antes del siglo XXI era considerado “zona roja”, la construcción del “Malecón 2000” ocasionó que determinados ciudadanos no puedan acceder libremente a un espacio público privatizado donde algún “gran hermano” canallescamente se “reserva el derecho de admisión”. Realmente se produjo un proceso de privatización del espacio público, consentido por la ciudadanía, pues las críticas al nuevo modelo no fueron suficientes para impedir que se atente contra la libertad de las personas a movilizarse en un paseo ya no tan natural –se construyeron edificios de hormigón armado que albergan centros comerciales donde antes hubo árboles, fauna y abiertos horizontes-, por lo que se acorraló al transeúnte, en mengua del derecho ciudadano de vivir en un ambiente sano, en contacto con la naturaleza y en espacios públicos abiertos donde pueda interactuar con sus congéneres.

Después vino la represión institucionalizada con guardias que pitaban cada vez que los “amorosos” expresaban sus afectos –aquí ya no cupo la frase popular de “váyanse al parque”, a besarse y acariciarse,- porque estas humanas manifestaciones se convirtieron, de la noche a la mañana, en “actos de inmoralidad”.  Pero, lo que es peor, con letreros como aquellos donde la administración del malecón “neoliberal” se decía reservarse el derecho de admisión, se empezó a aplicar una política de “limpieza social” cuyas perversas consecuencias en el tejido social, a largo plazo, son todavía insospechadas. Se oficializó la segregación, exclusión y hasta persecución a los vendedores ambulantes, quienes fueron expulsados del centro porque, según los planificadores municipales, afeaban y caotizaban el paisaje citadino. Recuerdo que en los primeros días de intervención urbanística en el Cerro Santa Ana, se prohibió a los vecinos que salgan a la calle sin camisa y a tomarse una cerveza porque, según los regentes municipales -nuevos “genios” del urbanismo guayaquileño-, estas costumbres consideradas “pueblerinas” daban mal aspecto a los visitantes.

La pérdida sistemática del espacio público en Guayaquil también se ha visto acompañada por una política de encerramiento de grandes sectores periféricos.

Impera en el puerto principal una sensación de inseguridad que, si bien es cierta, no ha recibido la adecuada respuesta por parte de las autoridades. En lo que corresponde a la administración municipal, las campañas de concienciación no han sido suficientes y en vez de crearse espacios de interacción comunitaria, se han construido parques cercados que funcionan en insólitos horarios, donde la ciudadanía no puede, nuevamente, experimentar un sentido de apropiación del espacio público. A esto se suma la edificación de enormes muros de cemento en autopistas como la Vía Perimetral y la Terminal Terrestre-Pascuales donde, a pretexto de la inseguridad vehicular, se ha separado de manera violenta a moradores de barrios enteros, en un atentado al derecho a la libre movilidad de las personas.

Esta medida, en vez de solucionar el problema, contribuye a la tugurización de esos sectores y aísla a los vecinos, quienes se convierten, una vez más, en ciudadanos de segunda y tercera clase, marginales de una ciudad que los asedia y estigmatiza.

Luego de tantos años de someternos a las decisiones de una administración municipal excluyente, debemos replantearnos el compromiso con nuestra ciudad. Ya basta de ser indolentes y dejar que otros decidan por nosotros.

En la actual Constitución existen mecanismos legales para vigilar a las autoridades y pedirles cuentas sobre sus actos públicos. También para organizarnos, como ciudadanos y ciudadanas, en busca del anhelado “buen vivir” que proclama la Carta Magna. Nuestra querida ciudad merece que nos movilicemos de distintas maneras para garantizar, con nuestra participación, que los derechos ciudadanos prevalezcan frente a los intereses corporativos y empresariales de unos pocos que no entienden que la dimensión humana es el cimiento que sostiene, fundamenta y legitima la gestión de lo público.

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