En horno de leña, los lucianos crean media libra de sabor criollo
Desde las 04:00 el olor a madera quemada acompaña el despertar de los lucianos, en la vía a Balzar-Palestina, en el cantón Santa Lucía, provincia del Guayas.
En el portal de una casa de ladrillo con ventanas cubiertas con hojas de zinc, un viejo fogón trabaja a su máxima capacidad. Ahí se hacen preparaciones con cerdo y plátano rallado envuelto en hojas, en tanto se instalan los puestos de una mesa de maderas mal cortadas y endebles. Teresa Zúñiga atiende el lugar.
La mujer mueve con destreza y precisión —en menos de 30 segundos— más una docena de bollos conocidos como ‘Patas de mula’. Mientras lo hace parece tocar las llamas. Da la impresión de que sus manos son inmunes al fuego.
Sus platillos no se cocinan, como se hacía en su natal recinto la Elvira, sino se asan. Ahí, hace 45 años, nació la idea que le ha servido para mantener a sus 6 hijos tras la muerte de su esposo.
De contextura delgada y voz apagada, Zúñiga usa vestidos sin magas, lleva una cadena de oro en su cuello y tiene el cabello negro sin canas. Su piel es bronceada por el calor que emana el fogón.
Cobra $ 1,25 por media libra de sabor envuelta en hojas. Los bollos se cocinan durante media hora pero se degustan en menos de 5 minutos.
En una buena jornada logra vender de 2 a 3 docenas, pero en días malos lo que sobra no se desperdicia se utiliza para desayunar, almorzar o cenar. Eso lo hace desde las década del setenta.
A pocos metros, Apolonia Delgado, ayuda a su madre y la acompaña a esperar a los clientes. Muchos de ellos asisten no solo por el sabor sino por tradición.
Las ganancias no sobrepasan los $ 15 o $ 20 diarios.
Delgado da cuenta de que con el negocio familiar ha logrado criar a sus hijos y construir la casa en donde habitan.
Apolonia, de 49 años, aprovecha el prestigio que tiene la comida que vende su madre e invierte tiempo y dinero en la adecuación de una tienda de abastos que sirve para ayudar a la economía de la casa.
El nombre del platillo, ‘pata de mula’, hace referencia —dice— a esa parte del animal que es fuerte y duradera.
Uno de los primeros en visitar el puesto de comida de Zúñiga es Julio Fajardo Peña, quien llega en moto y presiona el claxon para anunciarse. El hombre, de 55 años, es de los que han encontrado en el negocio de la familia Delgado Zúñiga el lugar perfecto para comer.
Fajardo pasa por su desayuno, antes de iniciar sus jornadas como vendedor ambulante de leche de soya, humitas y hayacas.
A él ya nadie le pregunta nada, solo le sirven el bollo y le entregan un frasco reciclado de café en el que hay ají. “Son 25 los años que llevo comiendo la ‘pata de mula’, un platillo delicioso que no me canso de comer todos los días”.
En un plato tendido se abre la hoja de verde y aparece el condumio que se acompaña con una porción de arroz que se vende por $ 0,50, Fajardo, mira con atención y luego saborea con agrado.
Fajardo menciona que no solo él tiene el gusto por esta comida sino sus hijos que trabajan en el mismo pueblo como odontólogos, una profesión que inició su abuelo, pero que no pudo continuar por problemas económicos.
“Mis hijos desde la etapa escolar pedían la comida de la abuelita, como llaman a Teresa, algo que siguen haciendo casi 15 años después”.
Las ventas aumentan de un momento a otro. Varios carros se parquean al pie de la casa de puerta de madera, y los pedidos de ‘pata de mula’ dejan casi vacío el fogón que en pocos minutos se llena nuevamente con más leña a la espera de nuevos preparados.
Con mucho calor, las esperanzas de la familia no se centran solo en vender más, sino en mantener vigente este tradicional plato. (I)