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El Telégrafo
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Un viejo adagio popular aseguraba que en este sitio la comida no era buena

En el Instituto de Neurociencias se come igual que en un restaurante

El nivel de profesionalismo y disciplina con que trabaja Ramírez es igual al que se demanda en un restaurante. La comida es buena, afirman quienes la prueban. Foto: Cortesía ULVR
El nivel de profesionalismo y disciplina con que trabaja Ramírez es igual al que se demanda en un restaurante. La comida es buena, afirman quienes la prueban. Foto: Cortesía ULVR
19 de julio de 2015 - 00:00

Por: Paola Salazar. Estudiante de la ULVR.

Cada vez que Pablo Ramírez se reúne con sus amigos o vecinos, la conversación siempre lo lleva a un lugar común.

El cuestionamiento de la comida que él prepara en el Instituto de Neurociencias de la Junta de Beneficencia de Guayaquil, lugar donde se desempeña como jefe de cocina.

Pero ese tema recurrente parte de un adagio popular que ha llevado a creer a la gente que la comida que ahí se prepara no tiene buen sabor.

A las 09:00 ingresa a su lugar de trabajo, viste un mandil blanco, lleva red para el cabello y guantes de goma, por salubridad.

Ramírez, de 45 años, se pasea por la cocina. Recorre e inspecciona el proceso que realizan los más de 10 empleados. Unos distribuyen bandejas; otros revisan lo que hierve en grandes ollas que se calientan sobre las hornillas.

“La gente piensa que porque el paciente tiene algún problema con su salud mental puede ingerir cualquier comida. Aquí el paciente come bien, come igual que nosotros”, comenta Ramírez, con mirada seria.

Este cocinero acaba de obtener el título de chef en la Junta Nacional de Artesanos. “Si nosotros comemos pollo, el paciente come pollo. Si nosotros comemos chuleta, el paciente come chuleta”.

Agrega que visitantes, empleados, médicos y autoridades ingieren la misma comida que se les sirve a los pacientes.

Alrededor de 2.000 platos salen diariamente hacia las mesas. La inversión por cada uno es de $ 2. Para que los visitantes puedan comer se debe cancelar antes de las 10:00.

El desayuno cuesta $ 1, mientras que el valor de la merienda es de $ 1,50 y se la debe cancelar hasta las 16:30.

El menú del almuerzo esa mañana de junio era una sopa de pollo, carne asada con porción de arroz y ensalada fría de verduras. De bebida se puede escoger entre un jugo de mango o agua.

Ya a las 13:00, 4 personas hacen fila dentro de uno de los espacios que funcionan como comedores del instituto.

Poco a poco llegan más personas, solos o en grupos. Un colaborador pasa un trapo en cada bandeja que va colocando en pilas para que los clientes sostengan los platos.

Con mascarillas que cubren nariz y boca, y guantes, trabajadores de la cocina sirven en un tazón la humeante sopa de fideos y colocan un trozo de pollo.

En un plato extendido sirven un pedazo de carne, el arroz y la ensalada fría. A la mano se encuentran en pila los vasos que reposan junto al dispensador de jugo y de agua, para servirse el que guste.

Minutos más tarde el silencio de la institución se rompe. El comedor del servicio del instituto se llena de comensales y los sonidos de los cubiertos que chocan contra el plato se mezclan con las conversaciones que provienen de las mesas.

La rutina del chef

Pablo Ramírez muestra un calendario en el que programa el menú. En él destacan platos como menestrón de carne de res, pollo al horno con ensalada de verdura, zanahoria y melloco, carne en salsa de champiñones con moro de lenteja. De desayuno, se ofrece leche chocolatada, pan con queso y porción de fruta.

Planificar el menú diario es solo una de las responsabilidades que como jefe de cocina debe cumplir. Ramírez está despierto desde las 05:00 para llegar a las 06:30 a la cocina del instituto. Ahí hace una revisión del orden.

Revisa si hay nuevos pacientes para después distribuir a los empleados. En la actualidad trabajan 30 personas que rotan por turnos.

Su horario de trabajo es de 07:00 a 15:00, de lunes a viernes. Los supervisores José Ávila y Eduardo Fierro cubren el turno de sábado y domingo.

El despertar de una vocación

Para Ramírez, la gastronomía fue una pasión que estaba dormida. Hace diez años aceptó un puesto de trabajo dentro de la cocina del Instituto de Neurociencias luego de la recomendación de una amiga.

Creyó que obtendría algún cargo de mantenimiento, pero solo había una vacante, y era en la cocina. “Yo no sabía ni cocinar arroz”, asegura.

Empezó lavando platos y haciendo encargos. Pero los nervios de estar en el sitio se apoderaron de él. Un día fue a entregar guineos a los pacientes.

Aún no sabía guiarse bien dentro de las instalaciones cuando apareció un paciente y le quitó todos los guineos.

“¿Por qué te me llevas los guineos?”, le preguntó. El paciente le apuntó con la fruta, agarrándola como pistola y le dijo: “Ándate o te disparo”.

“Lo dejé que se vaya, pero me causó sorpresa y risa. Nuca supe si fue capaz de comerse todos los guineos. Le conté al jefe de cocina de esa época lo que ocurrió y no me quedó otra opción que agarrar más plátano y llevarlos a repartir”.

Nunca estuvo entre sus planes preparar comida, pero estar en una cocina le despertó la curiosidad de saber más sobre ingredientes y sazones.

Un día se acercó a su supervisor Francisco Goya para decirle que no quería seguir lavando platos y que deseaba aprender a cocinar.

Desde ese momento Ramírez pasó por varios sitios de la cocina hasta que empezó con coladas, jugos, hasta que el chef colombiano Andrés Agudelo hizo que se involucrara más en la cocina.

“Fue difícil aprender. Él era una persona profesional, me enseñó, me capacitó cada día. También me enseñó a manejar al personal y a dirigir”.

Dice que la función de un chef en la cocina es igual a la de un director de orquesta. Si algo ‘desafina’ es responsabilidad del chef. Tiene que pensar y encontrar qué anda mal.

“Me parece un sueño estar aquí, nunca se me ocurrió ser chef. Solo me preparé hasta el bachillerato y el chef Agudelo me decía que me ponga a estudiar, que tenía la capacidad y habilidad para sacar esta cocina adelante”.

Lo hizo, y cuando su jefe se retiró lo recomendó porque se dio cuenta del potencial que existía en él. “Siempre fui dedicado y eso me ayudó mucho”. (I)

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