El soldadito de las empanadas
Es afrodescendiente, con una vivacidad gestual contagiosa y una “chispa” innata. No mide más de un metro veinte, viste camiseta roja, zapatos blancos, blue jeans – uno casi blanco, por lo desteñido que está-. Tiene 9 años, de los cuales dos los ha pasado trabajando a sol, viento y polvo, para “llevar algo a la casa”. Es emblema de una situación que se repite en todas las sociedades latinoamericanas. Y parece que lo sabe, que está consciente de ello. Se llama Jorge Daniel Reasco, viene de Tumaco, Colombia. Llegó a Ecuador cuando tenía siete, desde ahí no ha parado de trabajar. Su oferta consiste en un humilde desayuno: empanadas de queso con café, todo por $0.35. Dice que casi nunca ha pisado una escuela. De alfabeto, números y fechas, sabe más bien poco.
No vocea, más bien sonríe. Sobre su cabeza lleva una ollita blanquísima, en el interior duermen las 10 empanadas que su madre prepara a diario para la venta. En su faena camina lentamente como si el tiempo se detuviera y él diera la orden de cuándo las manillas deben continuar con su curso. Son las 12:00, lleva seis horas dándole, bajo un sol crudo, perturbador. Asegura que empieza todos los días a las 05:00, “es una rutina”. Dice que sale a esa hora -de lunes a domingo- para llegar a tiempo hasta la carpa donde “viven” los militares que han llegado a custodiar el orden de un tenso Monte Sinaí, para así venderles el desayuno; cada mañana el mismo: empanadas de queso.
De las diez empanadas que su madre cocinó, solo ha vendido cuatro. Dice Jorge Daniel, enfático, que debe vender cada una antes de llegar a casa. “Si no vendo todas mi mamá me da duro. Debo hacer los dos dólares con cincuenta si quiero llegar. Tengo que recorrer bastante para vender. Ya me ha pasado que he ido a la casa con las empanadas aún en la olla y lo que hace mi mami es calentarlas y mandarme a vender de nuevo”. Su madre desmiente lo que el pequeño Jorge dice. Según Mariana Martínez, ella lo manda a trabajar para que no esté vago en la casa. “Yo prefiero mandarlo a trabajar, antes de que esté vago. Lo mando a las ocho de la mañana y una vez que vende las empanadas, se pone a jugar pelota”.
Jorge se conoce con cada uno de los militares que recorren las calles de Monte Sinaí, desde que el Presidente declaró el territorio como zona de seguridad, debido a las invasiones y la venta indiscriminada de terrenos por parte de los traficantes de tierras. Los oficiales pasan de cerca con sus fusiles, lo saludan, y él sonríe.
Incluso, a su corta edad, con certeza dice saber a lo que quiere dedicarse cuando sea grande. “Toda la zona de por aquí está llena de militares. Soy amigo de todos ellos, eso es lo que quiero ser de grande, un militar”. De una manera u otra la presencia de uniformes camuflados en el sector, la cual es perenne, ha motivado a muchos de los pequeños a ser soldados. “No solo soy yo, ya he conversado con varios de mis amigos del barrio y también quieren ser del batallón”, acota y sonríe el pequeño Jorge, al pie de su ollita humeante.
Los militares de la zona dicen que se sienten apenados de ver a Jorge trabajar desde muy temprano en la mañana.
“Cuando nosotros salimos a patrullar ya lo vemos a él que está por aquí dando vueltas con su olla pequeña llena de empanadas. Los padres deberían tener más cuidado con el pequeño y en vez de mandarlo a trabajar, sería mejor que lo pusieran a estudiar”, suelta uno de ellos.
A los nueve años, Jorge recién va a segundo año de básica. La excusa de su madre es que las veces que ha tenido que ir a inscribirlo, no ha alcanzado cupo.
Jorge llegó a Guayaquil hace dos años, huyendo del flagelo de la guerra interna en Colombia. “Nos vinimos de una, porque los guerrilleros estaban bravísimos”. Claro, él no sabe por qué.
Llegó junto a su madre y su padrastro. De su padre dice que lo dejó cuando “era un niño”, y se fue alejando de su familia porque “prefería los vicios que a nosotros”.
Agrega que su madre no trabaja y su padrastro, pues, de vez en cuando; pero afirma, con soltura de huesos y volumen de espíritu, que para él no es un problema trabajar todos los días. “Yo sé que mis papás no trabajan, ellos se quedan en la casa, pero si ellos no trabajan yo lo hago. Mi hermano también aporta con dinero. Yo y él somos los hombres de la casa”, dice con seriedad, hinchándose de orgullo, ratificando que su rutina es el ritmo de una marcha que es su inocencia de vida.
Bajo la tiranía del Sol, Jorge camina con su ollita sobre su cabeza y señala dónde está ubicada su casa, pero dice no querer volver, ya que no ha vendido todas las empanadas: “Noooo, no he vendido todas las empanadas, no puedo volver así, después mi mamá me regresa a trabajar o me hace comer las empanadas de almuerzo”.
Abruptamente dice que irá a continuar con su día de trabajo. Una trajinada vida.
De fondo, el traquetear de los tractores, el grito de los supuestos invasores que a diario dicen no querer salir, la delincuencia y la policía en su eterno “western”, militares, políticos que han ido a la zona a tratar de confundir... Pero Jorge ni se inmuta. Aún producto de este desajuste social, no parece dispuesto a dejar su honrada y esforzada venta; a cambiar la empanada por un arma y la sonrisa por un ceño fruncido.