“El mejor de los instantáneos no se compara con un café de altura”
Todos los días iba el señor Sarmiento a buscar su dosis hasta Lorenzo de Garaycoa y Huancavilca, un barrio por el que ahora los transeúntes recomiendan no caminar solo, porque es un trayecto un poco “escamoso”. “Mejor coja la 8 y baje cuatro cuadras más allá”, sugieren algunos cuidadores de carros del centro.
A medida que se avanza por la Lorenzo de Garaycoa, pasando el Mercado Municipal, desaparece el agitado movimiento comercial y en las calles, en su reemplazo, se ven tramos desolados con algunos grupos de jóvenes, sin camisas, que miran fijamente a la gente pasar.
Pero antes ese sitio no era así, recuerda Abraham Villacís tras una gruesa reja blanca. “Por aquí en décadas pasadas transitaba el tranvía, era zona comercial; en todo este barrio se vendía manteca, aceite al granel y café molido en papel”, afirma el actual administrador de una tienda sin letrero, que es parte de una vieja casa de construcción mixta de la que sale el agridulce aroma del grano.
Don Sarmiento acudía hasta el sector para adquirir café molido en el único local que todavía existe en la zona.
Un teléfono negro de disco, que está pegado en la pared, y dos viejas máquinas de metal, que dan forma final al grano, denotan que la casa donde opera la tienda data de la década del cuarenta.
Flor de Manabí, como Tomás Villacís (fallecido hace ocho años) llamó a ese local, no tiene un letrero que lo identifique como tal. En el interior de un reducido espacio solo existe un banner rectangular.
A éste, al igual que otros pocos sitios similares, su propietario opta por no ponerle letrero para evitar que el Municipio de Guayaquil le cobre un impuesto adicional. “Es que ahora es zona regenerada”, dice Abraham, de 42 años, que está a un metro de una manchada vereda con cerámica café, símbolo del reordenamiento urbanístico actual.
Él, como se crió en el sector y como le contó su padre, vio el cambio que tuvo el área, que está cerca al Mercado de las Cuatro Manzanas. También creció viendo a clientes como Sarmiento -de quien no recuerda su nombre - que en la mañana o en la tarde llevaban siempre su porción. Entonces, en promedio, hace más de 20 años se expendían hasta 20 libras diarias de café molido, pero hoy eso varía de 5 a 10, y cada una se comercia en $ 3,50.
“En este barrio había muchas tiendas de café de altura de Loja, que es el que vendemos; pero con la aparición del instantáneo y la rapidez con la que se vive ahora, la gente ya no tiene tiempo para hacerse un pasado, que toma hasta 10 minutos. Sin embargo, el mejor instantáneo no tiene punto de comparación con un café de altura”.
Novedades
Al igual que en Flor de Manabí, donde hay recortes de periódicos en los que reza que el café pasado puede tener impactos positivos en el corazón, en Luis Urdaneta y Baquerizo Moreno, la joven tendera Grace Parrales cuenta que dicha bebida caliente ayuda a tratar la diabetes. A su tío, dice, a quien lo operaron, el médico le recomendó la infusión.
Para encontrar la ubicación de este lugar, los vendedores de zonas cercanas señalan que está justo donde el olor a café es fuerte, y se percibe a una cuadra.
El local, de menos de un metro de ancho, tampoco tiene letrero con nombre, ni muchos años allí, pero hace tres décadas era uno de los negocios que estaban en la calle 6 de Marzo y que salieron con la regeneración.
El producto seleccionado -aclara ella- es de altura, y se vende en $ 3,70 la libra, aunque allí, como en los demás locales, se puede adquirir a partir de media libra.
A diferencia de las tiendas tradicionales, ella incorporó la venta de pequeños vasos del tinto ya preparado, a valores que van de $ 0,30 a $0, 60. Asimismo, en caso de que el cliente se lo quiera hacer en casa, comercia el filtro de pasar a $ 1,80.
Tradición se fue a Durán
En la parte baja de una antigua casa de construcción mixta y grandes puertas de madera, ubicada en Imbabura y Panamá, está de lunes a viernes Luis Lamilla, de 60 años.
Varios adultos mayores reunidos por la mañana en esa esquina, que en las noches de fin de semana está llena de jóvenes que van a los bares y discotecas cercanos, son los guías que dicen a los clientes nuevos que allí, en ese lugar oscuro, que parece sótano, venden café pasado.
Lamilla es el último trabajador de la época del comercio del cacao en el casco comercial que se mantiene activo.
Cuando aborda el tema del comercio del cacao, que se daba desde las calles Loja hasta Roca, señala las avenidas y menciona a las familias Mercado, Véliz, Acosta, como si todavía estuvieran allí.
Entonces recuerda que ya ninguna queda y que la única que tal vez haya vivido esa época es una señora anciana que le alquila el espacio y con la que no habla.
“Allí en el techo, en donde está el casino del Hotel Ramada, secábamos el cacao con el sol”, afirma Lamilla.
Gracias al señor Alberto Mercado, dice, uno de los grandes compradores de cacao, se involucró en la actividad.
Hace 35 años él era calificador de cacao y café, es decir, la persona que determinaba la calidad del producto y el peso que se debía pagar por el quintal.
Pero antes de eso solo era el guardián que custodiaba las bodegas. “Don Segundo me dijo que aprendiera algo más y que no me quedara como guardián. Así fue como empecé en el negocio”.
De aquellos tiempos, solo lo acompaña en la tienda Flavio Ortiz, de 60 años, quien cinco días a la semana atiende a los clientes que van hasta el local de café molido y de chocolate.
De 07:30 a 18:00 se encarga de pesar, en una antigua balanza, el café y el chocolate que compran adultos y hasta niños. Allí la libra del café está en 3 dólares y el disco de chocolate en 1 dólar.
Ambos coinciden en que con la regeneración urbana los camiones que repartían el producto dejaron de entrar hasta la calle céntrica, por lo que las demás tiendas se vieron en la necesidad de cerrar sus negocios o ir a vender a otros cantones. “Algunos de mis ex compañeros ahora están en Durán”, cuenta Lamilla.
Pero él expresa que se niega a irse por los clientes que tiene, a los que a diario les vende hasta 50 libras, y por los recuerdos de una vida vinculada con el producto. Con algo de temor confiesa que no ha bautizado a su lugar con un nombre, porque cree que en la zona está restringida esa actividad.
Villacís también considera que mantener abiertos los espacios de venta de café molido es una herencia y una tradición que se tiene que mantener. “Mi padre me la dejó a mí y espero que mi hijo la continúe”.
En su caso, inclusive, se niega a comerciar el café preparado, como lo hacen nuevas cadenas de la ciudad que lo expenden en vasos, porque, se mantiene: “ese no es el modelo tradicional”.
Por ello, no ha modificado en nada la imagen del local. Algunos de los clientes de su padre, que están vivos, todavía van a Flor de Manabí a adquirir café. No obstante, para él, el más emblemático de todos fue Don Sarmiento, quien dejó de ir hace aproximadamente un mes, porque falleció. Pese a que nunca recuerda su nombre, se siente triste cuando habla de él. Su único consuelo es que ahora va a comprar su hijo, por el cual regresa de donde esté para atenderlo y, como en antaño hacían sus padres, revive la costumbre de quedarse conversando.