El lugar de la tradición
Puerto Adentro
Alguna vez me preguntaron por qué Guayaquil no ha conservado muchas tradiciones populares que sí se observan en la Sierra. En este texto ensayo una respuesta, a propósito del mentado intento de “culturización” del carnaval, en una ciudad donde aún no logra comprenderse que el juego con agua forma parte de nuestra cultura de ciudad-puerto rodeada de río y brazos de mar. Sin embargo, existe la idea de que en Guayaquil, a diferencia de algunas ciudades de la Sierra como Ambato o Guaranda, no se vive y respira un carnaval “propio”.
La pérdida de ciertas tradiciones populares en el puerto se explica, en primer lugar, porque Guayaquil es primordialmente una formación social moderna constituida sobre la base de una cultura mercantil que se remonta a la época prehispánica. Y si hablamos de la ciudad española, hay que reconocer que Guayaquil no fue una ciudad principal sino hasta entrada la República. Recién a finales del siglo XIX, iguala en número de habitantes a Quito, en el despegue del boom cacaotero. Así, la aldea se transforma en ciudad con la llegada de extranjeros y migrantes del agro costeño y serrano.
La ciudad de la primera modernidad se inscribe en una dinámica multicultural donde conviven tiempos y espacios disímiles, en el marco de una febril actividad portuaria que gira en torno al comercio. En ese contexto, viajeros y cronistas testimonian el repliegue de tradiciones campiranas (montubias) antes visibles, como el baile del amorfino, que son reemplazadas por ritmos de origen europeo –el pasillo, por ejemplo- que se mimetizan con aires nacionales.
La construcción de la “nueva ciudad”, a partir del incendio de 1896, convierte a Guayaquil en un laboratorio de urbanistas modernizantes que se esfuerzan por combatir las expresiones de la ruralidad, entre ellas, dos costumbres arraigadas en la cultura porteña desde tiempos inmemoriales: los años viejos y el juego del carnaval.
Ritual de fuego el primero y de agua el segundo, ambos representan la pervivencia de tradiciones enraizadas que no se agotan en la forma, por la pérdida de algunos elementos culturales, pues el significado es más fuerte que los significantes. En cambio, muchas de las tradiciones desaparecidas provenían de una cultura barroca de matiz religiosa que no tuvo el mismo peso que en la Sierra, porque en la Costa la evangelización fue algo tardía y consecuentemente, las exteriorizaciones de la religiosidad pública no tuvieron mayor arraigo popular.
Quizá esto sirva para explicar porqué no se conservaron las danzas de origen indígena en las fiestas del Corpus Christi o las mojigangas y teatros de negros, como sí ocurrió en muchos lugares de Cuba, Puerto Rico o Panamá. La presencia afro en el puerto siempre fue importante; sin embargo, no resultó significativa en el proceso de formación de una sociedad criolla que impuso sus valores occidentales porque se adueñó de los medios de producción, a partir del primer auge exportador cacaotero, a finales del siglo XVIII. Finalmente, las lógicas de dominación del sistema de plantación en el ámbito rural litoralense se impusieron en la ciudad-puerto, con el predominio de una élite blanco-mestiza afrancesada que prefería pasar la mitad del año en París y esconderse en sus haciendas durante el invierno, por temor a los mosquitos.
Muchas de las tradiciones de Guayaquil se construyeron en la modernidad, lo cual no es del todo paradójico si entendemos que las tradiciones son invenciones que nos remiten a un sentido de afirmación de los valores de una comunidad, basados en la idea de continuidad como referente para enfrentar la inminencia de los cambios en el tiempo.
Si en Guayaquil se afirmó una modernidad imitativa y sus élites mostraron desdén hacia las expresiones de la cultura popular, lógicamente, en el proceso de afirmación de una cultura hegemónica, dichas manifestaciones quedaron subalternizadas.
El ejemplo lo da el cronista Modesto Chávez Franco, en su libro “Crónicas del Guayaquil antiguo” (1930), cuando en referencia a la invasión de prácticas y símbolos ajenos a nuestra cultura, critica el intento de “culturización” del carnaval: “Esos eran carnavales y no estos adefesios, sin jugo ni aliciente, en que ya cargan los tres muñecos de la fantasía ítalo-francesa: el eternamente llorón, celoso, calabaceado y borracho Pierrot; el siempre sandio Arlequín y la constantemente coqueta y sinvergüenza Colombina, en el foyer…el pasillo…el palco…el gabinete de hotel…confetis…serpentinas…piñatas…Culturización…Pamemas…! Y esto mismo traído a negocio de explotación por empresas!”.
Hoy como ayer, los intentos de “culturización” han fracasado porque no se ha comprendido la dificultad de sustituir una arraigada tradición propia que utiliza un símbolo ancestral como el agua. Más útil sería insistir en el manejo responsable de este recurso y evitar el “juego” violento, cuando el calendario marca las carnestolendas.