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El camposanto sigue en mal estado

El ‘ángel’ guardián de los difuntos extranjeros

José Andrade Cumba evita desde 1971 que extraños profanen las tumbas del Cementerio de los Extranjeros. Foto: Pilar Vera / El Telégrafo
José Andrade Cumba evita desde 1971 que extraños profanen las tumbas del Cementerio de los Extranjeros. Foto: Pilar Vera / El Telégrafo
02 de noviembre de 2014 - 00:00 - Redacción Guayaquil

Un ramo de flores rojas sobresale al pie del Cerro Santa Ana, que luce cubierto de maleza reseca. El resto del entorno, escaleras de piedra y cerramiento, es grisáceo. Una oxidada puerta, que alguna vez fue negra, no impide ver el contraste. Extraña es la ocasión en la que colores ‘vivos’ se introducen en el Cementerio de los Extranjeros.    

En la primera hilera de tumbas, que pueden verse desde la calle Julián Coronel, la pintura blanca es inmaculada y de su entorno ha sido arrancado el monte. Las piedras no están desperdigadas por doquier, como en el resto de sepulcros, de leyendas difusas y en varios idiomas.

La única persona que limpia el sitio es don José Ignacio Andrade Cumba, un quiteño que llegó a Guayaquil hace 68 años y que desde hace 43 es el guardián del camposanto.         

El hombre de baja estatura y piel curtida por el sol está todo el día en dicho cementerio, pero no es fácil  hallarlo. La puerta, que todo el tiempo está con cadena y candado, impide su libre ingreso.         

Cuando alguien pregunta por él  los vendedores de caramelos y cuidadores de carros, que laboran cerca de la puerta 1 del Cementerio General, aseguran que don José está en la parte alta de la colina, donde la tierra es amarilla y la frondosa vegetación destacan. “Grítele nomás”, recomienda un informal.                 

Rara vez irrumpe el “¡Don José! ¡Don José¡ ¡Don José!...” en el cementerio de más de 144 años. El trinar de las aves y los golpes de las ramas de los árboles son más intensos en el desolado lugar.   

“Don José ya no escucha bien, pero sí está”, afirma una mujer que cuida carros y que se presenta como la ‘Abuelita del Cementerio’. Ella, cuando nota que alguien lo busca con mucha insistencia, también ayuda. “¡Don José! ¡Don José!”, grita con voz ronca y alargando las palabras. Pero al cansarse de hacerlo e indagar las intenciones de la visita, la misma octogenaria ayuda a abrir la puerta.

Don José, casi de forma instintiva, nota la presencia de extraños en el sitio. A sus 83 años baja sin dificultad por la escalera empedrada, cuyo deterioro es visible.       

José Andrade es de pocas palabras. Sin embargo, cuando quiere hablar del Cementerio de los Extranjeros lo hace con elocuencia. “Nadie me ha dado una escoba para barrerlo ni me pagan”, expresa indignado y con su suave tono de voz.

Pese a que labora allí desde el año 1971, no recuerda con exactitud el número de tumbas (hay 190) ni identidades de los personajes que están en la tierra. Sabe de la relevancia del difunto por las delegaciones que de vez en cuando suelen llegar. Entre empinados senderos, que ha abierto con pala y machete, camina y señala una gigante cruz de mármol. “Aquí hay un importante funcionario extranjero. El otro día vino un grupo de ecuatorianos a ver cómo estaba la tumba”.

El número de concurrentes es inusual en el descuidado camposanto que fue ideado en Guayaquil, porque la Iglesia Católica antaño no permitía sepultar en el Cementerio General a personas de otra religión. “Ni el Día de los Difuntos vienen”, recuerda, sin mucho esfuerzo, Andrade. Por ello es fácil detectar las flores frescas.   

En total son tres las personas que llegan regularmente al sitio y gracias a las cuales el guardián del panteón tiene ingresos económicos “para el desayuno y el almuerzo”. Esos contados usuarios son quienes le dan entre $ 20 o $ 30 para mantener limpias las tumbas de sus familiares. “Uno de ellos es un pariente de un cónsul de Noruega”. A veces los que llegan a contratarlo no son los parientes directos, sino los empleados.

En el sitio hay alemanes, británicos, daneses, escoceses, suizos, norteamericanos, hebreos, irlandeses, franceses, holandeses, rusos,  noruegos, checoslovacos, canadienses, colombianos y belgas.  

El último cuerpo en ser sepultado es el de una ecuatoriana, que vivía en Estados Unidos, cuya petición fue ser colocada junto a su esposo, quien está en el lugar.

Andrade, a pesar de que nadie lo controla ni le paga, cumple con disciplina un horario autoimpuesto: llega a las 08:00 y se va a las 16:00.

Antes, cuando existía una casa en el sitio, vivía en el cementerio con  su familia y sus hijos (tiene 7 en total). Allí crió a 3 hijas que ahora son profesionales. Incluso, una optó por estudiar medicina: “Es obstetra, gracias a Dios”. Las otras son trabajadora social y enfermera.    

Aunque parezca cliché, cuenta que no le tiene miedo a los muertos, sino a los vivos. Prueba de ello es que nunca ha visto ni sentido nada extraño en el cementerio. Ni en los años que vivió cerca de los difuntos ni ahora. “Mis hijas venían de noche de la universidad y entraban sin problemas. Ellas estaban tranquilas aquí. Nunca se quejaron”.

En cambio, los que sí lo perjudicaron fueron varios delincuentes que se metieron y se le llevaron las pocas pertenencias que poseía. “Con el tiempo la casita se cayó”.

De la misma manera, ha tenido que espantar a jóvenes que se han escabullido en el panteón en busca de huesos. “Me han preguntado si tengo algún huesito, pero yo les he dicho que aquí no se profana ninguna tumba”.  

Actualmente hace lo que puede por las tumbas, pues se lesionó el  brazo al caer del techo de la casa de su hija, en Durán, donde hoy reside. “Por suerte caí sobre una cama cuando se partió el techo. Por casi me muero”. Está en el cementerio porque quiere mantenerse activo y porque no desea molestar a sus hijos. Aquí consigo para la alimentación y ellos me dan ropita”.      

Además de vigilar, los lunes y martes lee los diarios que consigue los domingos. El resto de la semana hace limpieza. “Me gustan las historias de lo que pasó en el Guayaquil de hace años”. Recientemente, tras leer un artículo de un gran incendio de 1942, se percató de que cerca de la caseta que tiene están sepultados dos ingleses, apellidos Temby, que murieron en las llamas. No son los únicos conocidos.   

A varios metros está enterrado el guardián al que relevó en el panteón. “Él era el esposo de mi tía. Ella está junto a él también”, confiesa.

Así llegó al camposanto. Por recomendación de su tía. La falta de sueldo la compensó vendiendo productos en La Bahía. Recuerda que antes tenía luz y teléfono: “Ahora ya no hay ni agua para las plantas”.

¿Quién le tiene que pagar ahora? No lo sabe. Cuando se creó el espacio estuvo a cargo del Municipio de Guayaquil, luego lo administró el Cuerpo Consular hasta 1945, el Centro Cultural Ecuatoriano Alemán se hizo  cargo en la década del 60 hasta el 4 de mayo de 2012 y finalmente volvió a manos del Cabildo. Este diario intentó contactar a las dos últimas entidades, pero ninguna se pronunció.

Don José juega a la lotería -dice- para ver si gana algo y así compra un espacio para ser sepultado en el Cementerio de los Extranjeros: “Deseo que me quemen y arrojen mis cenizas aquí”. Y si alguien llega a relevarlo en el cargo, buscará otro trabajo: “Si no hago nada después me enfermo y me muero”.

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