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Emiro fue testigo de muchos cambios en el puerto principal

El afroecuatoriano que emergió del suburbio

El afrodescendiente de 72 años fue betunero, pero obtuvo el título de técnico en electricidad gracias a una beca. Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
El afrodescendiente de 72 años fue betunero, pero obtuvo el título de técnico en electricidad gracias a una beca. Foto: Miguel Castro / El Telégrafo
10 de octubre de 2015 - 00:00

Por Shirley Serrano Moscoso

Su sonrisa nunca abandona su rostro. Emiro Quiñónez no puede creer que algún medio se interese en difundir el trabajo de la organización que preside.  

Sus compañeros no dejan de gastarle bromas. Con gran algarabía le dicen: “ya eres famoso, Emiro”. Y aunque su trabajo es desconocido, esta historia inició hace 50 años.

En la década del 60 el suburbio de Guayaquil era un pantano. Lo que hoy son calles antes era manglar y sobre las aguas se levantaban casas de caña que se enlazaban con la tierra firme mediante endebles puentes improvisados.

Era un asentamiento afro. En ese lugar nació la colonia de esmeraldeños en Guayaquil, que actualmente es la más numerosa del país. Uno de sus primeros habitantes fue Emiro Quiñónez, quien llegó cuando aún era un niño, acompañado de su madre. Emiro califica la historia de su infancia como “no feliz”, pero la cuenta con orgullo porque le ha permitido ser el hombre que ahora es.

Tenía 9 años cuando salió de su ciudad natal y llegó a casa de su hermana. Luego, a través de la iglesia, accedió a casa propia, cerca de Cristo del Consuelo, en donde vivió por 13 años.   

Asegura que no tuvo infancia pues su situación económica no le permitía gozar del privilegio de jugar.

Su madre lo formó con mucha obediencia y con una fuerte influencia religiosa. Era una mujer de carácter  fuerte -recuerda- y por eso lamenta que ahora la disciplina sea un “asunto del pasado”.

“Ella nos crió con el Padrenuestro en la boca. El saludo era Ave María santísima y pobre del que no respondiera sin pecado concebida... nos caía la chancleta encima y esto a las 6 de la mañana”, matiza. De esas anécdotas ahora se ríe.

“Yo no tuve infancia porque provenía de una familia extremadamente pobre y estudié en la noche para trabajar en la mañana”, cuenta sin un atisbo de tristeza. No recuerda que le hayan comprado algún juguete. Cuando había tiempo para correr, los niños de la época lo hacíamos con pelotas hechas de papel y trapo, con cometas elaboradas por nosotros mismos, o con juguetes de palo de balsa, material fácil de encontrar en el puerto.

Su primer oficio fue el de betunero. Sus días, por esa época, los pasaba en el muelle 4, que quedaba frente a la Universidad Politécnica del Litoral (Malecón y Loja). Eran tiempos en que todos se transportaban por barco porque no habían carreteras y ese muelle era la terminal terrestre de los 60.

Emiro es el último de 6 hermanos.  Y aunque no es guayaquileño de nacimiento recuerda cómo se transformó la ciudad, la más poblada del país, con más de 2 millones de habitantes.

Este esmeraldeño se hizo tan conocido que en los barcos le regalaban víveres y llegaba diariamente con un saco a su casa. El destino le cambió cuando se ganó una beca para estudiar en Estados Unidos, en donde se graduó como técnico en electricidad. Tuvo la oportunidad de quedarse, pero prefirió regresar a Ecuador porque el frío  no le permitía vivir tranquilo.  

A su regreso este título y su carisma le permitieron obtener un contrato para hacer las instalaciones eléctricas de ciudadelas como Las Acacias  y La Pradera, que fueron construidas por el Cuerpo de Ingenieros del Ejército.

Su complexión siempre ha sido delgada, de ahí su apodo  ‘Palillo’.

Emiro conoce la ciudad mejor que cualquier guayaco, puesto que a los 33 años incursionó en la transportación.  “Me compré un bus de la línea 7, que aún existe. En ese tiempo todos los buses rotaban en las diferentes líneas porque eran pocas unidades”, cuenta. Pero paralelamente al desarrollo de sus actividades trabajó en temas sociales.

Cerca de donde creció se fundó hace 29 años  la Asociación de Esmeraldeños Residentes en Guayaquil. La organización tiene 27 años asentada en las calles Francisco Segura entre la 13 y la 14.  

Washington Caicedo es uno de los socios fundadores y conoce a Emiro desde hace muchos años, más de los que le gusta decir, comenta entre risas. Él, abogado y también  afroecuatoriano,  resalta la honestidad de su coterráneo.

En el grupo cerca de 60 socios de los 100 que están registrados están activos. Quiñónez fue escogido como su presidente casi por unanimidad. Emiro siempre sonríe, pero no fue solamente esa jovialidad la que predominó cuando  María Esther Quiñónez propuso su nombre para que dirigiera la asociación.

Sus vecinos lo consideran  un buen administrador. Es algo probado en su trayectoria, pues estuvo al frente de cooperativas de transporte por 18 años, hasta que hace una década aproximadamente se jubiló.  Ahora, a sus 72 años, su principal actividad es lograr que la asociación retome su sentido de ayuda a la comunidad.

Emiro bromea sobre el origen de la Asociación. Nació entre “copa y copa”, como una iniciativa de la barriada. “Nosotros somos alegres y eso era lo que había en ese tiempo, todo era alegría, algarabía, nos reuníamos y compartíamos”, narra su amigo Caicedo.   

En pleno 2015 los socios no son todos oriundos de Esmeraldas, pues se han incorporado esposas e hijos que no nacieron en esa ciudad pero que mantienen la cultura afroecuatoriana.

Emiro vive con su cónyuge y es padre de 4 hijos, de los cuales solo 1 vive en la ciudad. Aunque su mujer no es parte de la Asociación, aquello no ha sido impedimento para que él le entregue todo el tiempo necesario a la actividad comunitaria.

Su meta es que la Asociación sea un verdadero aporte para sus coterráneos. Es que este grupo de personas tiene gratos recuerdos de cómo construyeron la sede. Ahora aspiran a dar capacitaciones y servir con el apoyo del Estado.  (I)

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