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Barrio, fútbol y salsa

Barrio, fútbol y salsa
14 de julio de 2013 - 00:00

En el centro de Guayaquil hay un club que encarna el espíritu de barrio que recrea una de las expresiones musicales más influyentes del mundo: la salsa. El club toma el nombre de una localidad boricua y su gentilicio: Cabo Rojeño. Hace exactamente treinta años, un 13 de julio de 1983, el manabita Jorge “Yoyo” Pinargote, junto a dos amigos, emprendió una aventura con “sabor a rumba sabrosa” -Celia Cruz dixit-, movido por su fanatismo hacia “el cantante de los cantantes”, Héctor Lavoe.

En los años ochenta, el punto focal de la rumba guayaca era el bar de Cortijo, en el barrio Cuba, donde el exjugador del Barcelona y la selección nacional, amenizaba tardes y noches con su prodigiosa colección de vinilos. Pero lo mejor estaba por venir: cuando “Yoyo” Pinargote abrió el Cabo Rojeño, en pleno centro de Guayaquil (Zaruma y Rumichaca), la voz corrió entre los soneros del puerto, quienes se afincaron en la “esquina del movimiento” para escuchar las guarachas de Celia, los mambos de Tito y las “salsas” de Willie y Rubén.

La salsa no es propiamente un ritmo, sino un género musical; una sonoridad fusionada que aglutina la sensibilidad de millones. Quien recrea las notas de este producto híbrido se remonta a África y Cuba, pero también al espacio urbano que la explica y sustenta: el barrio. Por eso, “la salsa es como el fútbol”, como dice y siente “Yoyo” Pinargote: allí están, mezclados como en fanesca, el choclo y el bacalao (es decir, Barcelona y Emelec o Emelec y Barcelona, según se prefiera).

En el Cabo Rojeño hay suficiente espacio para los protagonistas del Clásico del Astillero: en una pared, las glorias del “ídolo” ecuatoriano y en el otro, las grandes páginas del “bombillo”. Así es Guayaquil, así el barrio que vio nacer a sus equipos de fútbol, así también el de Rumichaca y Luis Urdaneta que todas las noches se incendia de rumba, confirmando que Guayaquil todavía es el “último puerto del Caribe”.

Desde 1990, el Cabo Rojeño funciona en un barrio invadido por la música del Caribe urbano. A cortos pasos, otros bailadores noctámbulos recrean el “paraíso de dulzura” que evoca la música de Borinquen: la bomba y la plena de Rafael Cortijo e Ismael Rivera, con un toque de guaracha. Después, el son con traje neoyorquino inundará el continente y aportará con la “salsa clásica”. Finalmente, Cuba volverá para decir que allí nació todo este revuelo, con los “viejitos” del Buena Vista Social Club.

Tres décadas han pasado desde la aparición del Cabo Rojeño en el imaginario sociocultural guayaquileño y muchas cosas han cambiado. Pero lo que sigue igual es la idolatría de barcelonistas, emelecistas y salseros conviviendo en este templo mundano que nos invita a profanar la rutina y sumergirnos en la sandunga existencial.

En el Cabo Rojeño, la alegría sobrepasa las penas y los salseros, hermanados en el ritmo y la clave, demuestran que siempre “hay cama pa’ tanta gente”. Porque allí navegan, ondulantes en mares de tambores, el comerciante y el burócrata, el estudiante y el catedrático, el albañil y el intelectual… también “el juez y el farandulero, la enfermera, el timonero, el santero, el marxista, el bodeguero y el masoquista”, como expresa Willie Colón en su versión de “Oh, ¿qué será?”.

Por suerte, la presencia femenina ahora ocupa un lugar privilegiado, ya que el Cabo Rojeño dejó de ser un “club de Toby”, para convertirse en un espacio donde hombres y mujeres de todas las edades disfrutan de la música, la cerveza y el balanceo de los cuerpos.

El Cabo Rojeño es más que una postal del Guayaquil futbolero, pachanguero y gozador. Su existencia denota una sensibilidad que nos constituye como sujetos tropicales identificados con la música sabrosa: a fines de los años veinte, Guayaquil conoció la riqueza armónica, rítmica y melódica de la música cubana. El son, la rumba, la conga, el bolero y la guaracha se escucharon y popularizaron en las radios, desde 1930. A partir de entonces, la música afro-antillana marcó la identidad de una ciudad porteña, abierta y tropical que históricamente ha enarbolado, orgullosa, su costeñidad.

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