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Baila y baila

Baila y baila
01 de septiembre de 2013 - 00:00

Una noticia proveniente de la Municipalidad nos sorprende esta semana: “Cabildo prohíbe bailar en el cerro Santa Ana”. Proscripción digna de Ripley, como algunas de las ordenanzas nacidas en tiempos de la “regeneración urbana”. Corremos a revisar las crónicas de antiguos viajeros que encallaron en la ciudad, para corroborar lo que sospechábamos: que el puerto siempre movió sus caderas, al fragor de todos los ritmos.  

Así lo atestiguó el viajero estadounidense Adrian Terry (1832): “Música, conversación y baile son las actividades de la noche. Debe parecer extraño que el baile sea una de las diversiones favoritas de la gente en clima tan caliente”.  

En la calle, la noche era un rumor que se acrecentaba con la expansión de los humores corporales. Dice el francés Abel Victorino Brandin: “Quiero hablar de los bailes, según la moda del pueblo, con los cuales celebran las fiestas de día y de noche, en las calles, plazas…”. En el espacio público se recreaba la sociabilidad de una ciudad que siempre ha vivido hacia afuera. Así mismo, puertas adentro, las fiestas populares terminaban en un estallido incontrolable. Sigue Brandin: “les acompañan con correspondientes canciones, y grito agudo y discordante, y con tamborileo y batimento de manos: es difícil soportar tal bulla para quien no está acostrumbrado a los usos africanos, de donde vienen estas turbulentas diversiones”.

En las expresiones de la cultura popular se confunden los límites de lo privado y lo público, pues, casi siempre el baile se convierte en un jolgorio general donde participan amigos, conocidos y hasta los “colados” del barrio. Entonces, los cuerpos se “desbaratan” y exteriorizan su erotismo, tanto en ritmos lentos como frenéticos, dentro de una atmósfera que se acrecienta con la mirada, el susurro y el roce:

“Cuando la música ha alcanzado su clímax, como si estuviera presta a un gran final, cada parte empieza a describir un semicírculo con un paso rápido y en estampida, acabando con dos o tres golpes en el suelo. Después otra pareja ocupa el espacio vacío. Estas ejecuciones duran horas y horas, y solo por unos momentos queda la pista de baile despejada” (Brandin, 1832).

El relato anterior señala los bailes de “golpe de tierra”, de clara estirpe africana, que fueron incorporados por los montubios y otros sectores populares de Guayaquil. En el siglo XIX, todavía se escuchaban y bailaban esos aires típicos en las polvorientas callejuelas del puerto.

La estética, poética y erótica de los bailadores de sonoridades criollas y africanas se muestran diferentes a las aristocráticas de los grandes salones. Su sentido del ritmo era, y es, a través de la síncopa: no importan las líneas melódicas ni el compás perfecto, sino el golpe ansioso de los instrumentos musicales que hacen que un cuerpo respire al otro y la respiración se entrecorte.

Todos los bailadores disfrutaban hasta altas horas de la noche, indistintamente si eran reuniones públicas o privadas. Cada bailarín se esforzaba por demostrar su agilidad y “buen oído”, razón por la cual, los porteños ganaron la fama nacional de “mata bailes”. Así lo confirma el teniente británico Frederick Walpole, quien de paso por Guayaquil, en 1847, escribe: “El baile, la música, el mecerse en una hamaca y comer dulces conforman la vida del hermoso ambiente juvenil guayaquileño”.

Cien años después, otro viajero rubrica la vocación bailable de los porteños, como testigo de una “maratón bailable” en el American Park: “En la plataforma de la banda, bailaban cuatro parejas, ni mejor ni peor que lo que las cuatro últimas parejas debían haberlo hecho” (Albert B. Franklin, “Ecuador. Retrato de un pueblo”, 1944).

Las crónicas del pasado están llenas de hombres y mujeres contoneándose bajo el cielo tropical de Guayaquil. Por ello, ninguna disposición espuria impedirá el goce público y espontáneo de los cuerpos. Los que siguen transgrediendo la cotidianidad de un barrio tan vital como el Cerro Santa Ana, poco o nada conocen de la identidad de un pueblo que siempre ha derivado su alegría y su tristeza, en los serpenteos de la música y el baile.

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