Luego de liberarse del dominio español, en la ciudad se formó la División Protectora de Quito, que contribuyó a la independencia definitiva de todos los territorios que hoy forman la República del Ecuador
197 años de la Aurora Gloriosa
El 9 de octubre de 1820 es una fecha fundamental en la historia del Ecuador, porque allí comienza la última etapa de su proceso independentista, cuyo episodio inicial es el 10 de agosto de 1809, y final, el 24 de mayo de 1822.
Once años separan la autonómica Revolución de Quito y la independentista Revolución de Guayaquil, en un lapso marcado por la guerra y el predominio del acontecimiento histórico. El acontecimiento -que se desarrolla en el tiempo corto- se explica en relación a las coyunturas (tiempo medio) y las estructuras (larga duración).
Pero no nos referimos al tiempo cronológico, sino al tiempo social, pues en el “mundo de la vida” no hay leyes universales, sino tendencias que se manifiestan bajo diversos condicionamientos, escenarios y circunstancias.
Esta explicación previa es necesaria porque, aunque parezca contradictorio, la historia de las independencias en América Latina se ha escrito más desde la ideología política que desde la historia como disciplina. La ideología del nacionalismo ha impregnado todos los relatos del pasado, relacionados con la construcción de las naciones modernas, pues la independencia política es el tópico al que siempre se vuelve porque constituye el mito fundacional por excelencia, el proceso de mayor envergadura para la vida de una nación, el cual determinará el surgimiento de un panteón de héroes –y muy pocas heroínas, dicho sea de paso-, cuyos nombres aparecerán repetidos, a modo de letanía, en los textos de “historia patria”.
Sobre la independencia de Guayaquil se ha dicho bastante: algunas cosas inventadas, otras exageradas y unas pocas ciertas. No hace mucho se creía que había sido una revolución pacífica, sin gota de sangre derramada, excepto el episodio del oficial Joaquín Magallar, quien murió en un intercambio de balas con los amotinados. Pero una pesquisa documental en el Archivo General Militar de Segovia (España), por parte del historiador Enrique Muñoz Larrea, cambió por completo el relato historiográfico.
El investigador ecuatoriano descubrió un informe del capitán español Ramón Martínez de Campos, quien intervino en los sucesos del 9 de octubre de 1820 y narró a sus superiores que el cambio de autoridades había dejado alrededor de 28 muertos, luego de una encarnizada lucha de tres horas en las calles de Guayaquil.
Quedan sueltas, sin embargo, algunas preguntas. La principal de ellas sería: ¿por qué en las fuentes “oficiales” de la independencia de Guayaquil jamás se habló del enfrentamiento armado? Difícil saberlo, tratándose de una ciudad tan pequeña, la cual, según las estimaciones, no tendría entonces más de 20.000 habitantes.
Lo anterior se corrobora en los tres relatos “canónicos” de la independencia porteña: Reseña de los acontecimientos políticos y militares de la Provincia de Guayaquil, desde 1813 hasta 1824, inclusive, de José de Villamil; Reseña de los acontecimientos políticos y militares del Departamento de Guayaquil desde 1810 hasta 1823, de J. M. Fajardo, y Recuerdos históricos de la emancipación política del Ecuador y del 9 de octubre de 1820, de Juan Emilio Roca. En la parte esencial del escrito de Villamil se habla de la fiesta que el 1 de octubre dio el marino luisianés junto a su esposa, en homenaje a esa “preciosa niña de trece años” que era Isabelita Morlás, hija de Pedro Morlás, Tesorero Real. En medio del sarao, algunos invitados se dirigieron a un espacio íntimo donde se celebró la mítica reunión conspirativa que se dio en llamar la “fragua de Vulcano”. Allí se repartieron las misiones y los comprometidos juraron avanzar hasta las últimas consecuencias.
El 7 de octubre se reunieron nuevamente ante los rumores de que el gobernador Pascual Vivero conocía del complot. Allí, según cuenta Villamil, se ventiló la posible estrategia: “Se propuso precipitar la revolución. Me opuse, alegando que nada sabíamos de la expedición que se aguardaba en Chile a las órdenes del General San Martín. Que nada sabíamos del General Bolívar; que el Perú estaba contenido por veinte y dos mil veteranos que acababa de ver: Quito y Pasto por seis mil: que aunque el triunfo de la revolución fuese completo, podía ser muy precario y que parecía más prudente y tal vez conveniente a la misma revolución esperar hasta saber algo que nos autorizara a emprender con alguna probabilidad de suceso decisivo, supuesto que teníamos motivos para no temer que el Gobernador procediera por un simple denuncio que con facilidad podíamos desvirtuar” (Villamil, Reseña, 1863).
Pero la opinión del capitán venezolano León de Febres Cordero, quien había llegado días antes al puerto con el batallón Numancia, se impuso con firmeza: “¿Cuál es el mérito –dijo- que contraeremos nosotros, con asociarnos a la revolución, después del triunfo de los Generales Bolívar y San Martín?”. Hay que entender cuáles fueron las condiciones y motivaciones políticas, económicas y militares que rodearon al 9 de octubre de 1820. Para esa fecha, Venezuela hace rato que era independiente, al igual que Chile, las Provincias Unidas del Río de la Plata y buena parte de Colombia. Por ello, la ruptura de Guayaquil no fue aventurada, aunque había mucha cautela respecto a lo que ocurría en el sur, pues no se sabía que el 8 de septiembre de 1820, el general José de San Martín había desembarcado en Paracas, al sur de Lima, lo que marcaría el inicio de la campaña de liberación del Perú.
La salida que dio Febres Cordero fue, sin duda, acertada y en poco tiempo se convirtió en el líder de la revolución, frente a la ausencia del poeta Olmedo, quien no intervino porque al parecer se hallaba vigilado por las autoridades españolas. Llegó el 9 de octubre y por el levante la aurora clareó más que nunca. Los rebeldes arrestaron a ciertas autoridades y se tomaron los cuarteles. Cuando les preguntaron “¿quién vive?”, los independentistas respondieron: “¡La Patria y América Libre!” y empezó la balacera. Cuando cesó el feroz enfrentamiento que penosamente dejó víctimas, cuenta Villamil que Febres Cordero fue hacia él, se abrazaron y con lágrimas en los ojos, le dijo emocionado: “Mire Ud. al Sol del Sud de Colombia”, anticipándose a lo que sería la anexión de Guayaquil a Colombia, en julio de 1822.
La independencia de Guayaquil estampó la huella de los postulados libertarios de la Revolución Francesa (1789), lo que se hizo palpable cuando el 11 de noviembre de 1820 se promulgó el Reglamento de la Provincia Libre de Guayaquil, que en uno de sus artículos decía: “El comercio será libre, por mar y tierra, con todos los pueblos que no se opongan a la forma libre de nuestro gobierno”. La necesidad de establecer el libre comercio y así ganar mercados para el cacao guayaquileño fue la causa principal de la revolución. Una élite de terratenientes se había conformado desde la segunda mitad del siglo XVIII, a partir del llamado “primer boom cacaotero”. A pesar de que las políticas económicas de los Borbones fomentaban el comercio entre las colonias españolas, Guayaquil resentía de las imposiciones del Consulado de Comercio de Lima.
Por ello, en 1820, la vía independentista fue la alternativa que se esgrimió, de manera radical, para asegurar la economía de la ciudad-región. El proyecto republicano de la ciudad-estado duró dos años (1820-1822), hasta que el carisma de Bolívar y un triunfante ejército libertador comandado por Sucre, luego de su victoria en el Pichincha, convenció a los guayaquileños de que era posible un futuro colombiano. En ese lapso, Guayaquil no solo demostró que podía gobernarse solo, pues era más que “una ciudad y un río” (la antigua provincia de Guayaquil ocupaba toda la actual Costa del Ecuador, excepto Esmeraldas), sino que era capaz de entregar generosamente su contribución a la independencia de los pueblos hermanos, cuando en el mismo 1820 se formó la “División Protectora de Quito” con tropas guayaquileñas, las que franquearon la cordillera de los Andes y al grito de “¡Guayaquil por la patria!”, soñaron una América libre e independiente del dominio español. Toda esta historia de patriotismo caería en el vacío si no reflexionamos sobre la actualidad del legado de libertad e independencia de los próceres de octubre y lo que significa la tradición libertaria en el Guayaquil actual. Guayaquil siempre fue una ciudad de grandes realizaciones, en lo financiero y empresarial, pero también en lo social y cultural. Fue la cuna de la beneficencia, así como de la lucha obrera.
Por su condición de puerto, acogió un sinnúmero de influencias y recibió los primeros aires de la modernización tecnológica con la invención de la fotografía, el cine, el fonógrafo, la radio, la televisión. En sus calles siempre hubo una sociabilidad abierta y heterogénea, donde había lugar para todos: el “gran cacao” junto al pequeño comerciante y el estibador, ocupando el mismo espacio. No obstante, esto no quiere decir que no había diferencias étnicas y de clase, propias de una sociedad que siempre se ha debatido entre la tradición y la modernidad. Si algo hemos recibido como legado de los independentistas las siguientes generaciones de guayaquileños, ha sido el amor por la libertad. Guayaquil encabezó los más importantes proyectos de cambio sociopolítico en los siglos XIX y XX: la Revolución Marcista (1845), las reformas liberales derivadas del marcismo que incluyeron la abolición de la esclavitud (1851) y la eliminación del tributo indígena (1857), la Revolución Liberal (1895-1912) con todas sus conquistas sociales, las huelgas generales de los artesanos y obreros que desembocaron en la masacre del 15 de noviembre (1922), La Gloriosa (1944).
Hoy tenemos el reto de recuperar la herencia libertaria de nuestros antepasados, lo que implica tomar conciencia de nuestra forma de ejercer ciudadanía. Hay que ser mucho más críticos hacia un modelo de ciudad neoliberal que piensa en el consumidor más que en el ciudadano. El caso del Malecón 2000 es representativo como parte de una corriente, a nivel global, de ciudades que optan por la privatización del espacio público. En vez de entregarles a los ciudadanos la oportunidad de que ellos hagan suyos (física y simbólicamente) los espacios compartidos, se encierran áreas verdes y se limitan sus desplazamientos. Hace falta una ciudad más inclusiva, con más parques, menos violenta y más tolerante con los diferentes, entendiendo que la libertad también se concibe como el respeto al derecho del otro. Esa nueva ciudad, más humanizada y amigable con la naturaleza, todavía está por construirse. (I)