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El Telégrafo
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En Guayaquil el teatro cedió espacios al cine y en 1918 se abrieron nuevas salas de proyección

Cine y moral a inicios del siglo XX

Cine y moral a inicios del siglo XX
20 de septiembre de 2015 - 00:00 - Ángel Emilio Hidalgo, Historiador

Entre mayo y julio de 1906, las dos principales ciudades de Ecuador recibieron con mucho entusiasmo la novedad del cinematógrafo, el último “grito” en la proyección de imágenes en movimiento. El italiano Carlo Valenti había llegado primero a Guayaquil, donde tuvo llenos completos en todas las presentaciones, y luego a Quito,[1] como mensajero itinerante de la “fábrica de sueños” para deleitar la fantasía de asombrados espectadores que observaban cómo el teatro se hacía realidad desde una pantalla.

Los privilegiados asistentes al Teatro Olmedo del puerto principal fueron testigos del nacimiento del cine en el Ecuador, cuando el pionero Valenti filmó y proyectó “La procesión del Corpus en Guayaquil”, “Amago de incendio” y “Ejercicios del Cuerpo de Bomberos”.[2]  Según una nota periodística, el público, alborozado, solicitó la repetición de las cintas,[3] capacidad tecnológica que marcaba una diferencia fundamental con el teatro, a la hora de entender el proceso que se dio en las primeras décadas del siglo XX; es decir, cuando el cine desplazó al teatro en las preferencias del público ecuatoriano.

En Guayaquil, el teatro cedió espacios al cine y en 1918 se abrieron nuevas salas de proyección: De las Peñas, en el barrio del mismo nombre y Gran Cine Montalvo, en la calle Chiriboga, las que se sumaron a las ya existentes: Olmedo, Edén, Ideal, Parisiana, Carpa de Verano y Frontón BetyJay[4]. Entre los empresarios del medio destacó el español Eduardo Rivas Ors, quien fue pionero en el negocio de la distribución cinematográfica en todo el país con su Empresa Nacional de Cinematógrafos Ambos Mundos y dueño del porteño Teatro Edén (donde también funcionaba el cine Ambos Mundos)[5]. Rivas Ors también creó Proyecciones del Edén (1920), revista con la que se inició la prensa nacional especializada en artes escénicas.

En varios de los anuncios que aparecen a inicios del siglo XX se aborda el tema de la moral en los espectáculos públicos. En 1913, un artículo de EL TELÉGRAFO Literario recomendaba que lo mejor que podían hacer las jovencitas era leer un libro que no sea una novela y, por supuesto, evitar la asistencia al teatro, ya que “nadie prudente lleva a su niña a la primera representación de una obra teatral moderna”.[6]  Asimismo, los sermones de los curas estaban llenos de anatemas frente a la costumbre de asistir al teatro, sobre todo entre el público femenino: “En los malos libros y en los teatros de corrupción es donde las jóvenes y las niñas pierden el pudor y aprenden la desenvoltura”, decía lamentándose el arzobispo de Quito, Pedro Rafael Calisto.[7]

Ante la avalancha moralizadora de la Iglesia y de la propia sociedad ecuatoriana, algunos cines incluyeron por su cuenta en sus anuncios publicitarios la aclaración de que únicamente proyectaban películas “moralizantes”. Así lo expresa la propaganda del Gran Cine Montalvo: “Atención especial a las familias. Cintas Morales y amenas”;[8] aunque también se decía que junto al cine había un bar “atendido por señoritas”.[9]

De igual manera, el Teatro Edén, reputado como la más importante sala de cine en Guayaquil, emergía ante los ojos de la crítica periodística como un espacio colmado de pulcritud, tanto física como moral: “La proyección de las películas son de una nitidez admirable; el asunto de ellas altamente moral y el programa se cumple fiel y estrictamente”[10].

Por el contrario, espectadores menos neuróticos como el poeta guayaquileño Medardo Ángel Silva, hicieron una apología del cine, con mucha sensualidad, fisgoneo y juicio benevolente respecto a situaciones y prácticas que a otros sirvieron para condenarlo: “Mi amor a la penumbra me hace habitúe al cinema. Tras el terrible surmenage cotidiano, tras el pequeño rasguño, la rencilla diaria, la mezquindad amiga, ¡cómo es grata la sombra azulada del teatrito! Como las chicas cursis que solo pueden gozar en el écran de las mundanas elegancias y asistir a las soirées aristocráticas, desde su platea, mi dolor busca el reposo del cine, que es a mi alma, como un suave baño de penumbra. […] Te descubro, Eros: allí en un rinconcito de la sala estás haciendo arder dos jóvenes corazones; Ella, de azul pálido, las manos -¿dónde está tu mano izquierda?- ensortijadas, se la vi, en el intermedio, blancas y gordezuelas, y han de ser doctoras en caricias […] Hace un cuarto de hora que me atrae este muchacho pálido y simpático, de un aire de fatiga elegante y talle de avispa. Indiferente a todo, mariposea la mirada vaga como quien va a ver visiones. […] El joven ha sacado un frasco del bolsillo, o algo semejante. Ve a todos lados, se arrellana en la butaca y… me he estremecido como si sintiera un alfilerazo: ha descubierto su pierna y ha introducido en la epidermis una aguja de Pravaz: ¡Morfina!”.[11]

Lo que el poeta Silva narra en este fragmento no es solo su experiencia como espectador implicado en la sociabilidad del cinema. También experimenta un espacio que, frente a la ausencia de luz, en cierta medida se vuelve “privado”, ya que el sujeto urbano de inicios del siglo XX halló en el cine el lugar para recrear sus anhelos cotidianos, así como para ocultarse o escaparse ante el “spleen” o cansancio vital que sufrían los espíritus sensibles.

Para sus asiduos, el cinema era el lugar, como dijo el novelista Máximo Gorki, que había “nacido de la vida”,[12]  no solo porque allí se reproducía, con mayor o menor realismo, un sinnúmero de historias; sino porque su lenguaje cambiaba la percepción de las cosas, construyendo una peculiar sensación de realidad. (O)

[1] Jorge Suárez Ramírez, Cine mudo, ciudad parlante: Historia del cine guayaquileño, Tomo 1, Guayaquil, Publicación del Programa Editorial de la Muy Ilustre Municipalidad de Santiago de Guayaquil, 2013, p. 50.

2 Wilma Granda Noboa, Cine silente en Ecuador (1895-1935), Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana-Cinemateca Nacional/UNESCO, 1995, pp. 18-19.

3 Ibídem, p. 18.

4 Julio Estrada Ycaza, Guía Histórica de Guayaquil, Tomo 2, Guayaquil, Poligráfica, 1996, p. 275; “Los cines”, en Fígaro, Año I, No. 1, Guayaquil, 21 de junio de 1913.

5 El Comercio, Quito, 31 de enero de 1913.

6 El Telégrafo Literario, No. 10, Guayaquil, 1913.

7 Pedro Rafael, Arzobispo de Quito, “Carta sobre el teatro XXIII”, en Boletín Eclesiástico, Tomo VII, Quito, 1900, pp. 396-399.

8 El Demócrata, Año VIII, Vol. VIII, No. 36, Guayaquil, septiembre de 1918.

9 Ibídem.

10 “Espectáculos.- Edén”, en Anarkos, Año I, No. 5, Guayaquil, 4 de marzo de 1916.

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