Arte y realismo social en Guayaquil (años 30-40)
Los procesos experimentados en el interior del campo artístico ecuatoriano a lo largo del siglo XX tienen un referente ineludible en los años treinta y cuarenta, cuando la idea de nación que había incorporado el liberalismo en el poder -con su ambiguo y patriarcal discurso sobre las clases subalternas- resultaba insuficiente ante las demandas de una clase obrera en formación que organizaba sus bases y ejercía presión en la opinión pública nacional.
En ese contexto se organizó el partido Socialista (1926) y el partido Comunista (1931), y un grupo de intelectuales y artistas de Quito y Guayaquil diseñaron estrategias para promocionar un “nuevo arte” con orientación política y social que iba dirigido a las masas y escapaba de los rígidos cánones academicistas de procedencia europea. En nuestro medio, los primeros en aproximarse al realismo social fueron Camilo Egas, Eduardo Kingman, Diógenes Paredes, Alba Calderón y Germania Paz y Miño.
Para estos artistas se trataba de acercarse a la problemática del ser humano inmerso en el mundo capitalista. La dramática situación de los trabajadores, víctimas de jornadas laborales extenuantes y a menudo mal pagados, era el vehículo movilizador de las conciencias comprometidas con la corriente revolucionaria de los embrionarios partidos de izquierda. Por eso, Ignacio Lasso decía que un óleo necesitaba convertirse en “un resorte de convencimiento, un vehículo de comprensión y solidaridad sociales”.1
Desde 1930, con la fundación de la Asociación Ecuatoriana de Bellas Artes “Alere Flamman”, el público guayaquileño testificó la introducción de una tendencia decorativa en el arte, basada en diseños punaes, en la obra de Carlos Zevallos Menéndez, activo promotor de los círculos culturales del puerto. Posteriormente, escritores del “Grupo de Guayaquil” como José de la Cuadra y Alfredo Pareja Diezcanseco se convirtieron en los ideólogos del movimiento artístico. El primero de ellos publicó, en 1933, en las páginas de El Telégrafo, un ensayo titulado “El arte ecuatoriano del futuro inmediato”, en el que advierte que el arte es un fenómeno social de orientación clasista, matizado “por la influencia del sector en su tendencia sostenida y por la influencia del factor individual”2 y polemiza en relación a su carácter “nacional”.
De la Cuadra parte de la consideración de que la idea de clase social “excluye el concepto de nacionalidad”, por lo que el arte es esencialmente clasista, aunque después pudiera adquirir el calificativo de “nacional” y no al contrario; por esta razón, vale hablar –según él- de un arte proletario ecuatoriano más que de un arte nacional. “Se opera así, para el observador, un error de visión, corriéndose el riesgo de confundir las cualidades adjetivas con las calidades sustantivas, como lógica consecuencia de no haber penetrado en el análisis estricto del íntimo resortaje que mueve el mencionado fenómeno artístico”.3
Alfredo Pareja Diezcanseco en un texto teórico publicado en 1936, bajo el nombre de “La dialéctica en el arte”4, identifica al nacionalismo y al universalismo como dos tendencias contradictorias en el campo de la revolución social, aunque reconoce un punto de intersección cuando las dos corrientes “hallan su fuerza original en volver los ojos a la tierra, a los problemas nativos, a las fuentes de energía que harán posible la lucha por distintas trayectorias”. “En ambos casos se nacionaliza”, concluye Pareja, para quien el arte se vuelve objetivo cuando “se incorpora a la tierra”.
Frente a las críticas sobre una voz maniquea que se mueve insistentemente en el panfleto, Pareja Diezcanseco defiende el proceso dialéctico de las oposiciones, como una “condición indispensable para el logro de la obra”, en su aspiración de encontrar la trascendencia a través del estudio de la condición humana y reconoce al artista como un hombre que ventila sus inquietudes en función de la clase social a la que pertenece, recomendando, por supuesto, volver la mirada hacia el entorno, “hacia la cruel y dolorosa geografía de nuestra época”.
Al contrario de lo que sucede en Quito, con un sindicato que se mantiene unido, en Guayaquil los artistas se dividen por razones ideológicas, organizándose en 1939 el primer Salón de Octubre bajo el auspicio de la Sociedad de Artistas y Escritores Independientes, cuyo ideario coincide perfectamente con las recomendaciones de Alfredo Pareja Diezcanseco: “Nuestro paisaje telúrico, nuestro paisaje humano, los conflictos dramáticos de nuestros hombres, es decir, la raíz de nosotros, constituyen nuestra intención”.5 No obstante, la presencia de Zevallos Menéndez y su orientación arqueológica de carácter decorativo, orientará a algunos artistas como Segundo Espinel Verdesoto hacia un paulatino alejamiento de los referentes del expresionismo.
La pintora Alba Calderón de Gil fue una de las pocas figuras avecindadas en Guayaquil que se mantuvo fiel a la estética del realismo social con sus retratos de sujetos subalternos (montubios, cholos, afrodescendientes), junto a la escultora Bella Amada López y el multifacético artista Galo Galecio que representó aspectos de la cotidianidad de los sectores rurales y populares urbanos. Leopoldo Benites Vinueza, en su columna periodística, hablaba en los años cuarenta de un “arte guayaquileño como tendencia y orientación”, en que “el acento predominante es el de una amplia sinceridad y verdad sin adulación”, donde se erige el hombre de la costa, “el cholo y el montubio como expresión racial y social”.
Como vemos, entre los artistas plásticos guayaquileños existió un énfasis hacia lo étnico- social, como si la efervescencia del arte proletario hubiera quedado en los carteles y poemas murales de los primeros años, cuando el “arte nuevo” era solo una aspiración revolucionaria, entonces ajena a los hilos de la burocracia cultural.