La nostalgia es un sentimiento que la industria del entretenimiento explota muy bien. El principio de que aquello que resultó en el pasado siempre funciona se ha convertido en un mantra. Y Netflix, esa plataforma online que está a punto de volver obsoletos los sistemas tradicionales de cable y los canales de televisión, sí que lo ha usado. Primero con Fuller House, esa resurrección de la serie que en Ecuador se llamó Un hogar casi perfecto, pero en inglés es Full House. Ver a las niñas ya convertidas en adultas y a sus 3 ‘padres’ fue el principal atractivo. La fórmula funcionó, pero la serie no llega a ser una obra maestra, como otras producciones de Netflix. Fuller House no es House of Cards u Orange is the New Black, siempre protagonistas de los Emmy o Globos de Oro. Al tercer capítulo, el guión se siente agotado y solo genera emoción ver a Bob Saget (Danny), John Stamos (Jesse), Dave Coulier (Joey) y Lori Loughlin (Becky). Todo lo contrario ocurre con Stranger Things. No es un remake, pero está repleto de conceptos ochenteros. Solo hay que escuchar la banda sonora para transportarse al pasado; en ocasiones los sonidos parecen producciones de Stanley Kubrick. En la década del 80 no había héroes de Marvel o DC. Los niños eran los protagonistas de los grandes blockbusters y las audiencias amaban los thrillers. De ese cine surgió en los 90, por ejemplo, Los expedientes secretos X, que por cierto también volvió este año. En Stranger Things aparecen la bicicleta de E.T. y obviamente los niños. Estos no vuelan, pero hacen hazañas. Hay ciencia ficción: un monstruo y, sobre todo, mucho misterio. Son 8 capítulos y Netflix se ha hecho experta en sus giros al final de cada entrega que dejan en suspenso al espectador, es imposible irse a dormir. Cliffhanger le llaman los gringos a esa técnica. Antes las series se transmitían por capítulos, uno por semana, pero las plataformas web cambiaron eso. Con Stranger Things es imposible apagar la TV, el celular, la tableta o la computadora, según sea el caso. A este programa se lo devora en un fin de semana. La serie está ambientada en los 80. Aparecen los teléfonos de disco, el policía barrigón y barbón que odia su trabajo por experiencias pasadas, el pueblo apacible donde los niños juegan en la calle —pero una tragedia está por ocurrir—, la vieja patrulla azul. Y claro, también está la conspiración gubernamental, esa con la que EE.UU. se obsesionó durante la Guerra Fría. Y hay otro componente, ochentero también, pero que merece un apartado especial: el retorno de Winona Ryder. La misma actriz que protagonizó un escándalo por robar en una tienda, pero que también trabajó en películas de culto, como Beetlejuice o Edward Scissorhands, encarna ahora un papel principal: la de una madre al borde de la locura. Hay una escena que se ha convertido en el ícono de esta producción. Joyce, interpretada por Ryder, descubre que su hijo vive en otra dimensión y que puede comunicarse con él por medio de luces. Desesperada, corre a desempolvar los adornos navideños y cuelga los foquitos por toda la casa. “Will, Will”, grita con una voz entrecortada. Entonces las luces se prenden. La madre no aguanta más y escribe en la pared un diccionario. La comunicación fluye y su hijo le dice: “¡Huye!”. Con esta nueva serie, capaz de despertar sentimientos de nostalgia y satisfacción, Netflix demuestra que las viejas fórmulas no siempre son trilladas y que, con esfuerzo y creatividad, es posible obtener un buen producto. (I)