Editorial
¿Y los intelectuales, dónde quedan?
Uno de los verbos más utilizados en nuestros días es ‘opinar’, sobre todo en primera persona del singular. El ‘yo opino’ se escucha y lee por doquier. Pero entonces se abren aquí dos interrogantes: ¿sobre qué opina ese ‘yo’?, ¿quién está detrás de esos múltiples ‘yo’?
Hace años se predijo que los seres humanos estaríamos expuestos a un elevado flujo de información, un alud de datos, de opiniones, “dimes y diretes”, y que procesar contenidos sería una tarea compleja para cualquier persona que quisiera estar medianamente informada... Hoy es difícil separar la ‘paja del grano’ entre tanta opinión de ‘formadísimos’ opinólogos, y es que la gente cree que su deber ineludible es opinar, aunque desconozca del tema.
Por supuesto, el derecho a expresarse y a opinar no se le puede negar a nadie, pero sí se puede, como espectador, como persona crítica de los procesos —históricos, económicos, políticos, culturales, artísticos— recurrir a los discursos bien argumentados, aportar a estos, desde una perspectiva constructiva y no desde la mirada del ácrata posmoderno.
Aquí es donde entran los intelectuales, su discurso, su aporte, precisamente, a los procesos, a la construcción de estos y a su sostenibilidad en el imaginario colectivo; una opinión, en fin, fundamentada, que dé pie a debate, a discusión que enriquezca, valga la repetición, esos mismos procesos.
Separar las meras opiniones de las críticas —buenas o malas, pero siempre constructivas— es, por supuesto, es un trabajo de cada persona, una ‘trilla’ mental, si puede decirse así, dado que el ser humano es el que acepta sobreexponerse a todos los estímulos disponibles, por todo los medios de comunicación, escritos, televisados, en la red —sobre todo las redes sociales, que mueven información y flujos de opinión—. En nuestra sociedad, es responsabilidad el que provee el discurso y de quien lo escucha, de quien lo replica. Las perspectivas son múltiples, es cierto, pero la responsabilidad es una.
Y dentro de este compromiso entran los intelectuales, de producir discursos coherentes, públicos, para que el trabajo de trilla sea menos penoso, y tengamos a disposición de todos contenidos útiles, más allá de la coprolalia y el deseo de figurar.