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Ecuador, 25 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo

Los fondos concursables a veces se confunden en sueldos y presupuestos directos

Las políticas públicas no pueden afincarse en los moldes tradicionales donde primaba el clientelismo y el “dedazo”. Tenemos pésimas experiencias y son muy gráficos los ejemplos de aquello. Hay familias que se han perennizado en el apoyo y “estímulo” oficial para cada una de sus actividades privadas. Ahí están, para la polémica y para la discusión, no para la culpabilización y el estigma. Parecía que así debía ser siempre.

A la larga hemos comprobado que esas “políticas” solo frenaron el desarrollo de actores y sectores. Los deprimieron. No cabe duda. Y si a eso se suma el centralismo absoluto, que daba por hecho que solo Quito y Guayaquil son zonas de prioridad pública, tenemos en la práctica una inequidad absoluta, que incluso, en este Gobierno, era difícil de superar, por varios motivos que no vienen al caso.

Ahora que se pone el dedo en la llaga, no solo que salta pus, sino que hay reacciones febriles de actores y sectores, supuestamente afectados. Revisados los presupuestos y los montos entregados se descubren absurdos que no son culpa del sistema sino de los beneficiarios de siempre, que hicieron de todo para monopolizar los recursos y apoyos del Estado para ellos, bajo pergaminos y nombres ocultos. Ahora se sabe que ponían los nombres de parientes y allegados para recibir siempre fondos y recursos para sus actividades que ya estaban presupuestadas. Incluso, planificaban sus sueldos e inversiones prevalidos de que cada año recibirían el mismo fondo, casi a dedo, sin concurso.

Si los cambios que se exigen no empiezan por trastocar esas prácticas perniciosas ningún fondo ni todo el presupuesto será suficiente para la demanda de unos pocos (y los de siempre) frente al surgimiento y a las emergencias de otros actores y sectores que también requieren apoyo.

Por ahora el debate no está en la queja ni el escándalo, sino en la transparencia y la desconcentración, en la equidad y en la eficacia de la gestión. Y a partir de ahí, en un tiempo prudencial, se pueden medir los resultados. No es posible que provincias amazónicas o de la Sierra central reciban a gotas lo que otras reciben a chorros cada año.

La política pública no es generosa, tampoco excluyente. Todo lo contrario. Y exige una cultura y una conciencia muy profundas para transformar muchos hábitos y costumbres.

Finalmente, ¿qué pasó con la empresa privada que antes era tan “generosa” con el apoyo al desarrollo cultural? ¿Ahora sí el Estado es bueno y tiene la obligación de ayudar en todo? ¿Los liberales que demandan menos presencia del Estado no están dispuestos a apoyar la cultura y se “hacen los locos” con lo que les corresponde por responsabilidad social, como uno de sus postulados más defendidos?

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