Es un hecho que el paisaje urbano sustituyó en el imaginario colectivo a los paisajes rurales: la vida ya no se desarrolla en el campo, sino en las grandes ciudades.

Los escenarios bucólicos bien sirven para planear vacaciones, como un ideal de descanso, mientras que el pulso se acelera y se desarrolla en las urbes. Miles de seres caminan a diario por las mismas calles y, entre ellos, aunque no sean conscientes de ello, se establecen lazos, pequeños puentes se tienden entre existencias que parecen disímiles y lejanas.

Por un minuto, abordando la perspectiva correcta, es posible abarcar la ciudad desde otros ojos, aprehender las experiencias desde una posición completamente distinta, para así, de alguna forma, emprender el laborioso trabajo de entender de qué están hechas nuestras metrópolis. Es que las urbes —calles, plazas, edificios— no están construidas con cemento.

Su materia prima son los hombres y mujeres que circulan por cada vereda, que atraviesan cada calle, a pie, en automóvil, desde el suelo hasta el cielo. Las ciudades están construidas sobre el imaginario de sus habitantes. Pero cada hombre es un ser con pensamientos propios, que mira a su alrededor con particularidad.

Cada mirada construye de forma distinta el entramado, otorga matices y colores a la ciudad que a veces creemos conocer en su totalidad. Siempre habrá un rincón desconocido; una idea, una palabra que no es la nuestra y que es necesario conocer, pues la multiplicidad de miradas es lo que nos constituye como grupo humano, quizá como una cultura en construcción.

El pensamiento del hombre es infinito, como los caminos que recorre.