El mundo que construimos a través del lenguaje
El mundo, sus matices —lo bueno, lo malo y lo feo—, es percibido por nuestra conciencia y es traducido, inmediatamente, a lenguaje.
Nuestro mundo está hecho de lenguaje. Nosotros, por tanto, construimos nuestra personalidad, nuestra identidad frente al mundo gracias al mismo lenguaje; de igual manera, tenemos la potestad de destruir a través de la palabra.
A toda hora, por varios medios, estamos invadidos, obligados, de cierta forma, a asimilar palabras, cruces, insultos, felicitaciones. En la era de la información, el lenguaje, deformado, acicalado, se convierte en elemento tóxico, casi una droga a disposición de todo aquel que tenga algo que decir, en apariencia.
El lenguaje, de tanto uso malhadado, de tanta doble intención, ha perdido su lustre. El mundo, por lo tanto, luce opaco. Los seres humanos, enfrentados a diversas líneas, ya no experimentan el placer de descubrir el entorno a través de las palabras, de los sonidos, de los significados.
Por eso, cuando alguien, gracias a algún recurso, sorprende por su uso del lenguaje, este acto, que parece mínimo, hace el mundo más agradable a los sentidos. Lo mismo sucede con el habla, nuestro uso inmediato y diario del lenguaje: cuando alguien utiliza bellamente su habla, cuando las palabras amables fluyen —sin imposturas—, el mundo, de pronto, cambia para mejor.
Puede sonar a frase cliché, en estos días de descreimiento, pero un par de palabras amables pueden cambiar el mundo. Una frase alentadora, un buen deseo, incluso, puede convertirse en realidad. Así, un insulto que quede en silencio seguramente resulte más provechoso. Que la ira sea una palabra que poco a poco desaparezca del léxico diario. Si construimos nuestro mundo y nuestra personalidad a través del lenguaje, utilizarlo de mejor forma precisa, sin excesos, coprolalia o verborrea, podría plantear cimientos para un entorno más saludable.
Brindamos hoy palabras bien dichas, en el momento preciso. Felices fiestas a nuestros lectores.