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Ecuador, 25 de Diciembre de 2024
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El Telégrafo
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La imagen de la Plaza Grande se transforma a lo largo del día

Rosa Sangoquiza limpia la Plaza Grande desde las 06:00. Los lunes debe recoger el excremento de los caballos después del cambio de guardia.
Rosa Sangoquiza limpia la Plaza Grande desde las 06:00. Los lunes debe recoger el excremento de los caballos después del cambio de guardia.
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La Plaza de la Independencia o Plaza Grande hoy luce diferente: sin gente y en silencio.

Es lunes y son las 07:00. Las ocho entradas a este emblemático lugar, ubicado en el centro de Quito, están cerradas con rejas.

Resaltan las chompas de color verde fosforescente de los policías que resguardan los ingresos. Ellos permiten pasar únicamente a quienes portan la credencial de la presidencia o son turistas.

Mientras tanto Iri, pastor alemán de 6 años, olfatea cada rincón de la plaza. Ella es miembro del escuadrón canino de antiexplosivos del Grupo de Intervención y Rescate (GIR) de la Policía Nacional.

Rosa Sangoquiza también recorre la plaza. Ella barre todo el parque con su escoba de plástico y palo de metal.

Los adultos mayores son los principales ocupantes de la plaza. Ahí se encuentran con amigos y huyen de la soledad que viven en sus casas.  

Con mandil, sombrero y botas de seguridad, la mujer de 63 años recoge la basura que los transeúntes botan por doquier. Colillas de tabaco es lo que más hay y es lo más difícil de recoger.  

“Nosotros (barrenderos) somos los que dejamos limpia la ciudad, pero nadie nos valora”, dice la mujer que debe cargar las fundas pesadas llenas de basura hasta los contenedores subterráneos.

Marco Álvaro, de 39 años, también se encarga de limpiar una parte de la plaza: las cuatro piletas. Además de estas, todos los días asea las piletas de cinco plazas más de la ciudad.

El hombre delgado barre el interior del estanque, cepilla las paredes y usa un tarro como grada para alcanzar las zonas altas. Bota el agua sucia por el desagüe y deja circular agua limpia y cristalina.

Washintong Lotuala es otros trabajador que labora desde temprano en este lugar.

El hombre de 24 años es el único lustrabotas que está  bajo el Palacio Arzobispal. Los demás, están afuera de las rejas.

José Vega es uno de ellos. Dice que cada lunes es lo mismo. El cierre de la plaza le causa pérdidas en un 50%. Prefiere laborar en la calle, a un lado del Municipio.

A las 09:00 la plaza y el Palacio de Carondelet se tiñen de azul por la presencia de la Escolta Presidencial Granaderos de Tarqui.

Se trata del cambio de guardia que se realiza todos los lunes. Esta sería la razón del cierre de los ingresos a la Plaza Grande.

Mientras tanto, los bajos del Municipio de Quito se convierten en la silla de los adultos mayores, turistas, mendigos y hasta alcohólicos.

“En vida coma lo que pueda, de muerto nada se ha de llevar”, grita un vendedor mientras camina por el lugar. 

Adriana Moya, de 73 años, compra todo lo que le ofrecen. Disgustada critica el cierre de la Plaza, pues acude allí frecuentemente.

A diferencia de otros que hablan de política, José García, de 95 años, prefiere recordar el Quito del otro siglo: carrozas con caballos, hombres enternados y mujeres vestidas con ceda y encaje.

Abren el paso a las 13:30. Quienes estaban a la espera ingresan a ocupar su lugar. Parecería que cada rincón de la plaza tuviera ya su dueño.

Alrededor de una pileta se reúne un grupo de adultos mayores a conversar. Los chistes colorados son los primeros en pronunciar.

En la otra pileta un grupo de hombres que, aparentan ser alcohólicos, escuchan música. Los transeúntes esquivan esta esquina mientras agentes Metropolitanos vigilan este punto.

En el otro estanque jóvenes y adultos mayores juegan rummy. Fuman, apuestan y a media tarde toman café con sánduche que compran por $0,50.

Tres menores se detienen aquí. Uno de ellos se saca los zapatos y las medias y se lava los pies en el agua. Su dos hermanas lo esperan; una de ellas es no vidente, quien cansada de aguardar intenta irse esquivando los obstáculos con los brazos estirados.

En la plaza también hay madres jugando con sus hijos, infantes aprendiendo a caminar, predicadores y decenas de vendedores ambulantes.

Además de las risas, aquí los adultos mayores también reciben malas noticias: la muerte de alguno de sus compañeros de banca.

Aquí la mayoría son amables y hospitalarios; a quienes se acercan les hacen sentir bienvenidos. 

La noche llega y los amigos se despiden. La gente se va y el control de los agentes se intensifica, pues los que quedan son los indigentes. (I)  

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