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La influencia de los afluentes

La influencia de los afluentes
12 de marzo de 2015 - 00:00

Uno de los mayores riesgos que enfrenta la democracia, entendida como pacto de convivencia social, es la desigualdad y los altos niveles de concentración de la riqueza. La desigualdad es una enfermedad que ataca el sistema nervioso central de toda sociedad y de la que derivan múltiples riesgos sistémicos. Un contexto desigual es un campo abonado al establecimiento de un estado de opinión interesado. La voz de unos pocos -aquellos que pueden pagar propaganda, tribunas públicas, seducir voluntades y poseer medios de comunicación- se impone a la voz de la mayoría. También la propia representación política -mecanismo fundamental de la democracia- se pervierte ya que el poder económico tiene una increíble capacidad de traducirse en poder político. En efecto, como demuestran los estudios de ciencia política, a medida que aumentan las desigualdades se entorpece la representación de los sectores más pobres por los canales institucionales y ello deriva en el uso de mecanismos extrainstitucionales de participación: los sectores más afluentes de la sociedad influyen en la voluntad política para favorecer sus intereses privados, alejando las decisiones de política pública del interés de la mayoría.

En América Latina el retorno de la democracia trajo consigo el reconocimiento de la ciudadanía y de los derechos políticos intrínsecos, pero no trajo igualdad y prosperidad como cabría esperar: en un contexto de profundas desigualdades los grupos que controlaban los recursos (el poder económico) asumieron el control de las instituciones generales (el poder político) en interés propio. La riqueza se re-concentró en las élites y las crisis -como la financiera- se transfirieron a los ciudadanos.   


El secuestro democrático ocasionó desafección política y finalmente clamor ciudadano. En justicia, aquella “política” junto con el ajuste neoliberal, son el germen de la irrupción de partidos de corte popular en el escenario político de la región. Allá donde los nuevos actores asumieron responsabilidades de gobierno se fortaleció el Estado, se plantearon reformas fiscales en clave de equidad y se activaron programas sociales para mejorar la distribución de la riqueza. En Ecuador, la Asamblea de Montecristi inició una senda de reducción de desigualdades que en el ámbito tributario tuvo como hitos fundamentales la Ley de Equidad (2007) y la consagración de los principios de generalidad, capacidad económica, progresividad y suficiencia (artículo 300 de la Constitución).

Luego de un tiempo de vigencia de estas leyes hay indicadores que señalan un cierto estancamiento de la brecha de desigualdad en los últimos dos años.

Merecería la pena volver a aquellos principios impositivos, poner bajo su foco la estructura de ingresos públicos y revisar el potencial de los impuestos como instrumentos para redistribuir riqueza y remediar desigualdad. En una mirada general llama la atención que pese a los avances de la imposición directa la recaudación tributaria sigue pivotando sobre los impuestos indirectos al consumo -una constante que se observa en toda la región-, que las termitas fiscales taladran la lógica interna del sistema tributario y que la evasión y el fraude permanecen en niveles altos pese a los esfuerzos dedicados en los últimos años. El resultado es un «coctel de inequidad» que explica la nula incidencia de la estructura impositiva para reducir la desigualdad y del que se deduce la existencia de un amplio espacio para honrar la priorización constitucional de impuestos directos y progresivos.

Ahora bien, para ser rigurosos es necesario aclarar que el gasto social sí reduce la desigualdad de forma significativa y son precisamente los impuestos los que nutren el presupuesto de gasto social. Explicado en otros términos: un deficiente diseño impositivo (incluso con características regresivas) servirá para reducir desigualdad en función de las políticas sociales que financien. Lo deseable, empero, es que el diseño de unos (ingresos) y otros (gastos) cumplan criterios de justicia y velen por un adecuado equilibrio de intereses.

Conviene, pues, seguir pensando en las claves para satisfacer las necesidades comunes desde esquemas redistributivos por la vía de los ingresos. Conviene profundizar en aquellos principios y permanecer alerta a las formas camaleónicas que adoptan las élites tradicionales para interceder (la agenda tributaria suele estar en el punto de mira de los grupos de presión). No hay nada que les convenga más que la máxima lampedusiana de cambiar para que nada cambie. Nada más apetecible a esta lógica que preservar el statu quo mediante revoluciones inconclusas.

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