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Cuando la legitimidad del rendimiento importa

Cuando la legitimidad del rendimiento importa
16 de diciembre de 2013 - 00:00

El sociólogo alemán Max Weber apuntó que las fuentes de legitimidad del poder (como relación) provenían de la tradición, la racionalidad y el carisma. A partir de esta tipología se han escrito ríos de tinta buscando caracterizar sus diversas formas de ejercicio. Así pues, mediante la primera fuente, una decisión encontraría justificación en su adaptación a los usos y costumbres del pasado, en el “siempre se ha hecho así”. La segunda, llamada también burocrática, se fundamenta en la adecuación entre fines y medios y en lo sustentado en la norma escrita. La tercera se identifica a través de una cualidad extraordinaria o excepcional de un actor político.

En pleno siglo XXI podemos añadir una nueva fuente de legitimidad: la del rendimiento. Esta fórmula nos diría que la legitimidad también deriva de las propias actuaciones del poder. Así pues, se podría sostener que si los y las ciudadanas perciben que el Estado actúa de manera eficiente, eficaz y democrática su credibilidad aumenta; si la materialización de los derechos enunciados se hace efectiva, el apoyo al proyecto gobernante será mayor.

Ecuador, ¿el carisma del líder?

El caso del Ecuador de la Revolución Ciudadana es un buen ejemplo del surgimiento e instauración en la región de esta última fuente, que complementa a las anteriores citadas. Series históricas de Perfiles de Opinión dan cuenta que ha existido en los últimos años un gran apoyo a la gestión gubernamental en el país y que se mantiene hasta nuestros días: un 85% de las personas encuestadas a noviembre de 2013 responde  con la categoría de “muy buena” y “buena” a la pregunta “cómo calificaría la gestión de Correa”. Esta cifra alcanzada es   mayor que el propio voto que obtuvo el Presidente en las pasadas elecciones de febrero de 2013 (57,17%), resultado que por otro lado puede considerarse como histórico. Sabemos que Correa es un mandatario con cualidades especiales, carismático, pero cuando observamos los datos de opinión nos damos cuenta que aquellas cuestiones vinculadas a la gestión de su gobierno también tienen un peso importante en las valoraciones ciudadanas. Así, la sostenibilidad del proyecto político pareciera no poder reducirse al carisma del líder.

La aceptación que tiene la Revolución Ciudadana debe considerar el componente material que la sustenta, esto es, el proceso de transformación en forma y contenido de la estatalidad pública ecuatoriana, de sus cristalizaciones burocráticas y de sus intervenciones en diversos campos y sectores de la vida social y económica. O en otras palabras, la construcción de un nuevo entramado de relaciones entre Estado, mercado y sociedad que permite poder empezar a materializar derechos y prestaciones. Se trata no solo de garantizar derechos civiles y políticos, sino también efectivizar derechos sociales. Y, por lo tanto, al Estado ya no le es suficiente con solo actuar legalmente y sin discrecionalidad; ni al Mandatario le sirve recurrir únicamente a su carisma.

Hacer funcionar al Estado ¿solo burocracia y racionalidad legal?

Mucho se ha escrito en torno a  recuperación de la actoría estatal en el proceso ecuatoriano, por ejemplo, a través de la (re)apropiación de recursos para las arcas públicas; la recuperación de funciones de rectoría, regulación, control y planificación del Estado y el incremento en la inversión social. Menos analizado ha sido aquel nivel de transformación en tanto aparato burocrático y marco legal. Sin embargo, lo destacable es visibilizar que estas mutaciones han generado resultados concretos en la vida de la gente. No solo es que el Estado funcione mejor sino que tiene resultados.

Así,   Ecuador se posiciona en  el primer lugar de los 18 países de la región en indicadores como la imagen de progreso y la situación económica actual del país, o la justicia en la distribución de la riqueza. Se tratan de datos subjetivos que muestran un gran optimismo en esta nación y dan cuenta de la efectividad de las políticas públicas implementadas. Es decir, hablan de la capacidad de rendir. Otra encuesta que puede ayudar a entender es la de “calidad de servicios públicos” (INEC). La percepción de estos ha aumentado de manera importante en los últimos años: el índice general registra el valor de 5% en 2008 y de 6,7% en 2012. Cuando los y las ciudadanas valoran el funcionamiento de las instituciones que brindan servicios públicos la mejora entre 2008 y 2011 también es significativa. Por ejemplo, la educación pública (básica y bachillerato) se valoraba con un 6,14% en 2008 y un 6,62% en 2011, la educación pública superior pasa de un 6% a un 6,54%, las subvenciones y ayudas (BDH, BV, etc.) se mueven de un 5,80% a un 6,19%, y la salud pública alcanza en 2011 la valoración de un 6,38% (no hay dato de 2008). Finalmente, conviene apuntar una recuperación de la confianza de la ciudadanía en la denominada red pública. Según Cepal tomando como indicador la proporción de personas que confían en la calidad del gasto público se pasó de solo un 7% de respuestas positivas en 2003 a un 38% en 2011. También esta tendencia se registra en la percepción sobre las cargas tributarias (de un 47% de población que cree “altos” los impuestos en 2003, se revirtió a un 23% en 2011).

Desafíos: seguir construyendo institucionalidad pública y consolidar tejido social

Parecería   que el apoyo al proceso de la Revolución Ciudadana no se explica solo por el carisma de su líder o el simple apego a la racionalidad burocrático-legal. La capacidad que ha tenido el proyecto político de establecer dinámicas de desempeño y rendimiento que extienden y efectivizan derechos debe ser tomada en cuenta por cualquier analista.

Dicho esto, no debe demorarse más el trabajo para la consecución de una sociedad civil fuerte y rica y de una cultura política cívico-participativa. Llegará un momento en que la legitimidad por rendimiento se empiece a agotar si la institucionalidad pública deja de ser creativa y propositiva y, sobre todo, si evita estar sinérgica y virtuosamente conectada con las demandas sociales. Los actores populares y ciudadanos tienen que llevar a cabo esta función de despertar, provocar, imaginar mundos (y poderes públicos y comunes) más allá de lo que en nuestros días existen y operan.

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