La traducción como un ejercicio de adaptación
La tarea del traductor es una labor que, muchas veces, genera desconfianza, no por falta de profesionalismo -aunque puede ser el caso-, sino porque hay lenguas que no tienen sucedáneos o por la presencia de filtros que pueden dificultar la versión traducida.
Jorge Luis Borges alguna vez contó que tuvo que aprender alemán para apreciar mejor a Thomas Mann, de lo cual podría inferirse que no hay mejor manera para asimilar el gusto de un texto, especialmente si es poesía, que leerlo en su lengua original.
Para evitar dichos riesgos, ciertas editoriales prefieren tener entre sus traductores no solo elementos bilingües, sino escritores, como si esa condición los dotara de una sensibilidad especial.
Fernando Itúrburu (Guayaquil, 1960) goza de las dos condiciones. Con un PhD en Lenguas Romances por la Universidad de Oregon, trabaja en el Departamento de Lenguas Extranjeras en la State University of New York College at Plattsburgh y opina al respecto.
“Se traduce solamente a la lengua materna del traductor; no se traduce de la lengua materna a la lengua extranjera. Hacerlo significa creer que el nivel de conocimiento lingüístico, vivencial o jergal de cada lengua, ha sido vivido completamente en ambas lenguas, lo cual es imposible”.
“Hay excelentes traducciones, pero siempre se deja algo en el camino. Nadie sensato aspira a la perfección, pues hay demasiados filtros: temporales, culturales, sociales, lingüísticos, que al final hacen que la traducción sea hasta una ‘adaptación’ a la lengua en la que se traduce, si no, no tendría sentido”, agrega Itúrburu.
Señala un caso que le sucedió con Alexis Levitin (quien tradujo a autores nacionales, como David Ledesma Vásquez o Roy Sigüenza), cuando ambos quisieron traducir a un poeta ecuatoriano al que califica de excelente -prefiere no nombrarlo-, “de gran fuerza expresiva”, pero que elogiaba las violaciones sexuales o exaltaba la violencia contra las mujeres.
En EE.UU., según Itúrburu, nadie quiere ese tipo de lecturas: “El filtro cultural no permite que se llegue a un público con la misma intención. Se puede realizar algo aproximado al original, renunciando de entrada a la copia exacta”.
Jorge Dávila Vázquez, autor cuencano traducido a cinco idiomas -incluidos el chino y el hebreo-, dice que ha confiado en la buena fe y en la labor que realizan estos intérpretes textuales, aunque señala ciertos peros.
“El mayor obstáculo, creo, es encontrarse con un traductor que no esté familiarizado con la lengua del poeta/escritor, y que traduce con mucha imaginación y poco apego al texto. El cambio de vocablos es obligatorio, porque no todas las lenguas comparten un mismo léxico”.
El autor de Árbol aéreo dice haber tenido suerte con las traducciones de aquello que puede leer. “El inglés de Dan Rogers o Richard Boroto, o el francés de Annie Bayle o Alain Chaudron, así como el italiano de Emilio Coco, pero qué puedo decir de las traducciones al alemán o al hebreo, que son lenguas que no conozco. Me fío, pues, de la buena fe y conocimientos de los traductores”.
“La poesía es intraducible”
Algo parecido sucede con el poeta Efraín Jara Idrovo -su obra ha sido llevada al inglés, al griego, al alemán y al italiano-, quien destaca la traducción de su libro Sollozo por Pedro Jara, hecha por Cecilia Mafla al italiano, pero desconoce cómo le fue con el griego porque no sabe nada de él.
Para Jara, ciertamente, la poesía es intraducible. “Hay, en la misma musicalidad de la lengua original, un ritmo que no es posible doblar a otro idioma. Conozco algunas traducciones a Hojas de hierba, del inglés al español, pero la versión original, esa cadencia de las estrofas a los Salmos bíblicos nadie ha podido traducir”.
Daniel Rojas, director de la editorial Cinosargo, de Chile, ha tenido ciertos inconvenientes.
“Algunas traducciones son muy literales; por ejemplo, cuando traduje del alemán a Gottfried Benn, me topé con que otras traducciones en español no respetaban el nombre de las flores que Benn alude. Algo tan simple como eso lo traducían como clavel o amapola”.
“Es un error -continúa- porque para Benn las formas de las flores tenían una gran importancia. Hay una flor con forma de estrella que no puedes nominarla clavel solo por simplificarte el trabajo”. (I)