"Cuando se tiene un sueño, hay que hacerlo..."
A Ricardo Andrade Jardí y a Amanda Quezadas les cabe el mundo en una maleta. En dos décadas de gestión teatral dejaron lo que hasta hace tres años era el Distrito Federal y se convirtió en la aún más vertiginosa Ciudad de México.
Se fueron a Mérida, donde la escena hacía funciones en el centro. Ellos que habían salido del centralismo mexicano, porque sentían que los fondos estatales promovidos desde fines de los 90 estaban negociando con una única posibilidad de hacer teatro, buscaron la periferia de esta ciudad yucateca.
Se sintieron solos. No sabían nada de las dinámicas teatrales de esta nueva ciudad, a pesar de que Quezadas había crecido allí.
Empezaron a picar piedra con la idea —esa utópica idea— de generar un público “crítico y participativo”.
En su primer teatro entraban 20 personas y aquel ideal de público —saben ahora— no es algo que se produzca con una varita mágica, pero desde sus primeras búsquedas, después de cada función, abren el diálogo para que la gente pregunte o simplemente cuente lo que ha hecho en el día.
Cuando hicieron su propia versión de Antígona, hubo quienes los tacharon de cultos, y alguna vez sus colegas teatreros les dijeron: “Hacemos obras para que se llene un teatro, no para que lleguen 20 espectadores”.
Al tercer año de martillar la piedra, llegaron los miembros de Muégano, con quien uno de sus fundadores, Santiago Roldós, había compartido el aula con Andrade, en Madrid.
Fue su primer intercambio internacional, su primer festival y una especie de espaldarazo para lo que habían llamado Centro de Investigación Escénica El Teatrito, en esas tierras ancestrales y esquivas.
El Teatrito no tiene taquilla, sino “cooperación solidaria”. Piensan su espacio como una morada, para el teatro y el cuerpo. Ahora tienen como insignia una pantera, en lugar de un gato. La pantera se alimenta de un corazón.
Por estos 20 años han experimentado con la posibilidad de hacer teatro con lo mínimo. Han aprendido tanto de las posibilidades de la iluminación, con títeres y muñequitos de plástico, con esferas que funcionan como lunas o como pantallas que le hacen sombra. Su escenografía entra en una maleta y les permite moverse.
Ahora que cumplen 20 años de acción, han querido salir del centro, para hacer funciones en cada pueblito cercano a Yucatán y una residencia en Ecuador, con Muégano, el mismo grupo que recibieron cuando empezaron su morada, ahora que ellos empiezan a gestionar un nuevo espacio.
En Muégano presentaron hasta el pasado domingo una versión de La fantástica fuga de Asdrúbal Huracán y Estrellita Poca Luz. Sus personajes quieren montar un “gran circo”, sin animales, claro.
Dejaron la militancia política por la artística, “aunque esta resultó ser más política”.
Caminan en una cuerda floja en la que hay que mantener el equilibrio y, aunque se unieron a un grupo que se dejó convencer por una democracia burguesa que les prometió acercar a todos los públicos al teatro, siguen pensando en el poder de la colectividad, en la belleza de su simpleza y en que “hay que hacer un circo que palpite con el sentir de su momento histórico”.
Los personajes de esta obra se salvan, pero sus actores, Ricardo Andrade y Amanda Quezadas, se preguntan después de cada función si hay que dejar que así sea. Dicen que esta es su obra más dulce.
“En nuestras experiencias personales, tanto en lo individual como grupal, nuestra misma concepción política del mundo nos ha llevado a pensar que hay que construir autonomía o autogestión, no solo en lo teatral”, dice Andrade, antes de acomodar el escenario para una de las pocas funciones del grupo, en Guayaquil.
“Queremos que nuestro teatro sea un ecoteatrito. Y al mismo tiempo somos un grupo teatral que construye relaciones de lucha con los opositores de los proyectos eólicos que están destruyendo la selva”.
Su compañera, Quezadas, agrega: “En este tiempo entendimos que cuando se tiene un sueño, hay que hacerlo, con ellos, sin ellos y a pesar de ellos”.
Para ella, el teatro que hacen intenta que el público mire lo esencial que tiene el ser humano, que no tiene que ver con una apariencia. “Pensamos que los teatreros siempre están en una apariencia, pero el teatro nos da la posibilidad de conocernos como un cuerpo con la capacidad de ser territorio que puedes compartir con otros”.
Andrade cree que sus teatralidades deben recordarnos la realidad, no en el sentido de golpearnos con el público, sino cuestionarnos la realidad. “El punto de vista de la realidad que hemos elegido, es el de autocriticarnos para deconstruirnos desde ahí y construir otra cosa”.
Sabe que en la deconstrucción nos acompañan 500 años de colonialismos. “Estamos tratando de caminar con los dueños de un territorio, mujeres, pobres e indígenas, a quienes les han quitado su derecho”. (I)